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Estamos de vuelta. Por José Alejandro Ramos


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La ilusión por jugar ese torneo del que todos hablan. Las ganas de demostrar de lo que están hechos. El honor de dejar todo hasta el último minuto. Este era el motor de un equipo que llegó a Maturín para disputar su primer partido en casa por las eliminatorias hacia la próxima Copa del Mundo.

 

Las 48.000 personas que asistieron ese martes al Estadio Monumental para enfrentar a Paraguay harían olvidar durante 90 minutos los pasajes oscuros de la selección. Ocho años de esa etiqueta de "cenicienta" en el fútbol sudamericano, que no se pudo borrar, pero a la que el público venezolano no le hizo caso.

 

Desde antes del pitazo inicial la fiesta estaba servida. Las “barras bravas” de cinco equipos criollos unidas por un solo color, cantando y gritando a todo pulmón a partir de la entrada del seleccionado nacional, que tenía casi dos años sin sentir el calor de su gente, de un estadio repleto. Los minutos pasaron, el sol se fue ocultando, las vuvuzelas sonaban cada vez más. Llegó la hora de que los 22 guerreros salieran al terreno de juego y sonaran los himnos nacionales. Absolutamente todas las almas presentes cantaron ese “Gloria al Bravo Pueblo” ensordecedor con la esperanza de poder hacerlo en un Mundial algún día.

 

Con la piel erizada, las manos sudorosas, los ojos llorosos, empezaban los primeros 45 minutos. La selección nacional no los tuvo nada fáciles, pero se mostró aguerrida y sólida de inicio a fin. Mientras tanto, Fernando Batista, su entrenador, no paraba de dar indicaciones. No se sentó en ningún momento. La gente, por su parte, se levantaba de sus asientos cada vez que el balón pasaba la mitad de la cancha, aunque el grito sagrado no llegó.

 

Vino el descanso con sensaciones de tranquilidad e incertidumbre. El equipo no sufrió, pero tampoco parecía estar cerca de la victoria. “No quiere entrar”; “Estamos fallando mucho, la vamos a pagar caro”; “Rondón no ha tocado el balón, tiene que salir” fueron algunas de las frases que se escuchaban en los pasillos del monumental, repletos de gente recargando sus jarras de cerveza o comprando unos “perros” antes del segundo tiempo.

 

Este inició sin muchos cambios en la dinámica del juego, sin embargo, Paraguay fue ganando terreno con el pasar de los minutos. Y aunque los cantos y el aliento no se detenían, el ambiente se fue tornando tenso. Las sonrisas iban desapareciendo, los insultos eran cada vez más claros, las miradas al cronómetro cada vez más frecuentes. El marcador, sin goles.

 

Faltando diez minutos para los 90, llegó uno. En el mejor momento de los visitantes, Yangel Herrera tomó un rebote dentro del área tras un contragolpe y, con un derechazo potente, mandó el balón al fondo de la red. El estadio se iba a caer, pero el juez central tenía otros planes.

 

“¿Qué van a revisar?”; “¡No hay nada, árbitro!”; “Nos van a volver a j*der”. Sí, anularon el gol. El silencio inundó a Maturín y a cada una de las casas en las que veían el juego por TV luego de que se detectara una mano del jugador venezolano en la repetición de la jugada. Pero aún quedaba tiempo. “Alguna más nos va a quedar”.

 

La gente volvió a cantar, los jugadores se llenaron de energía e ímpetu, el balón volvió a estar en campo contrario. La selección buscó, por todos los medios, crear peligro y acercarse al arco paraguayo en el tramo final del encuentro. Llegó el 90” y el 0-0 persistía. Era imposible no recordar los fantasmas del pasado, todas esas veces en las que a Venezuela se le escapó el triunfo por infortunios, por casualidades, por cuestiones del destino.

 

El cuarto árbitro otorgó 6 minutos más. En ese momento retumbaba en la cabeza de muchos el “jugamos como nunca, perdimos como siempre”. Y es que así se veía el empate, como una derrota.

 

Hasta que el destino le sonrió a nuestra selección por primera vez en mucho tiempo. Centro al área, se elevan los defensas paraguayos, despeje dudoso. Todos reclaman una mano en el área. El árbitro decide ir al monitor a revisar la jugada y, tras varios segundos de tensión, señala el área rival. Penal para Venezuela.

 

La alegría y euforia por tener una oportunidad más se convirtió en silencio en un abrir y cerrar de ojos. Salomón Rondón se apoderó del balón hasta estar frente a frente con el guardameta rival. Todo el partido se resumió a ellos dos, los únicos con la oportunidad de cambiar el rumbo de sus selecciones.

 

“Hazlo, Salomón”; “¡Fuerte al medio!” gritaban muchos desde antes de la ejecución, con lágrimas en los ojos y el celular en las manos. Carrera corta, brazos en la cintura, mirada firme sobre el balón. El árbitro dio la orden. El portero fue a la derecha, el balón a la izquierda. Rondón hizo saltar y gritar a casi cincuenta mil personas. Abrazos con desconocidos, cervezas por los aires, besos al escudo.

 

Paraguay no pudo hacer nada en los tres minutos que restaban y se escuchó el pitazo final. Venezuela consiguió sus primeros tres puntos en el camino hacia la Copa del Mundo y le devolvió a su gente esa alegría que tanto ansiaban desde hace mucho tiempo. Esa selección indefensa y perdedora, esos tres puntos fáciles del fútbol sudamericano, esos once jugadores que daban risa y no miedo, fueron olvidados, al menos por 90 minutos.

 

Y el destino, ese que tantas malas pasadas le ha hecho jugar a este equipo, por fin se puso de su lado. Quizás esta vez sí quiere ver en el Mundial a ese color que aún no ha hecho acto de presencia: VINOTINTO.

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