Entre madre e hija. Por Geraldine Higuera
- ccomuniacionescrit
- 14 abr 2021
- 5 Min. de lectura

La adolescencia y las mamás son dos cosas que no se llevan para nada bien juntas. Especialmente si eres hija única y toda la vida creciste bajo la cobija de tu madre que te sobreprotegía y te alejaba de los peligros del mundo diciéndote “todavía estas chiquita” o “cuando seas grande lo vas a entender”. Y cuando por fin creces y entras a la adolescencia te continúa tratando como una niña.
Siempre fui la consentida de mamá, adoraba que me protegiera de la oscuridad o de los fantasmas de la noche y que me demostrara su cariño dándome todo lo que quería y ayudándome con lo que necesitaba. Pero una vez que entré a la adolescencia, ella no supo asimilar que su bebita estaba creciendo. En ese momento mi ansiedad se transformó en mi madre repitiéndome las frases “No hagas eso”, “porque lo digo yo”, “todavía vives bajo mi techo”, y otras más.
Y no es que haya tenido una de esas etapas rebeldes en que las hijas se escapan de sus casas para salir de fiesta o con algún novio, ni mucho menos que le reclamara por no comprarme las mismas cosas que tenían mis amigas. No. En verdad yo era más de las que se centraba en sacar las mejores notas, vivir una vida tranquila y esperar que mi mamá se sintiera orgullosa mí. Aun así, siempre discutíamos por todo, ya sea porque me la pasaba todo el día metida en el teléfono o porque no era ordenada con mi habitación o porque no realizaba los quehaceres que me asignaba.
Siempre me pregunté qué podía hacer para que mi mamá se sintiera orgullosa de cómo era yo, sin que me reclamara por el más mínimo detalle, sin que sintiera la necesidad de cambiar para complacerla o de actuar de cierta manera para encajar en sus estándares de la hija ideal. Sin embargo, por más que trataba no podía modificar mi manera de ser ni hacer que ella estuviese completamente satisfecha conmigo. Aunque, por otro lado, no es que me esforzara demasiado en lograrlo.
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En mi etapa de bachillerato mi mamá me volvía loca. Las expectativas que tenía sobre mí eran increíblemente altas. Todo el tiempo decía “Espero más de 18”, cuando se aproximaba alguna evaluación; “tienes que sacar mejores notas si quieres tener un buen promedio; en el futuro me lo vas a agradecer”. Y, a pesar de que me esforzaba y sacaba las mejores notas del curso, sentía que eso no era suficiente y que nunca lo iba a ser. Me sentía frustrada. Cansada, incluso.
La mayoría de nuestras peleas se enfocaban en eso: en mis estudios. Por un lado, estaba mi madre que parecía querer vivir lo que no pudo en su época a través de mí; y, por el otro, estaba yo que no sabía lo que quería hacer con mi vida y me sentía agobiada por sus exigencias, hasta tal punto que me la pasaba llorando y encerrada en mi cuarto para escapar del torbellino de regaños. Sabía que quería darme la mejor educación para formarme un futuro próspero, pero realmente no sabía qué futuro me esperaría si me la pasaba viviendo en una burbuja de seguridad y privilegios.
Me puse a pensar en todas las cosas que me había perdido por estar tan pendiente de la opinión de mi mamá, por intentar ser la hija que esperaba y ser perfecta en todos los sentidos hasta que algo en mi interior explotó. Nunca viví las experiencias de las adolescentes normales de otro colegios: que si ir a una discoteca con dieciséis años y pasar con cédula falsa o reunirse cada fin de semana a tomar o salir a farandulear por cada rincón de Caracas. No es que me moría por intentar esas cosas, pero a veces sentía vergüenza cuando yo no tenía ninguna anécdota que contar.
Por eso, cuando pasé a quinto año, decidí que era hora de cambiar. Ya no podía ser la pequeña niña atrapada en una burbuja y alejada del mundo real, debía abrirme paso yo misma y ser quién tomara las riendas de lo que quería ser y lo que no. Empecé a reunirme más con mis amigos, a salir e involucrarme con más personas, a relajarme y pasarla bien; en fin, a aprovechar mis últimos momentos antes de entrar a la universidad.
Por suerte, mi mamá se dio cuenta de la presión que ejercía sobre mí, bajó la guardia y decidió “soltarme” un poco más para que lograra seguir mi propio camino y me fuese independizando. De esta manera, pude relacionarme más con ella, la tensión se fue disipando y, pese a que me seguía preocupando por mis notas y la opinión que tenía mi madre sobre mí, me relajé y disfruté de las pequeñas cosas que aún me quedaban por vivir.
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Cuando entré en la universidad todo cambió para mejor: me sentía más liberada, sentía que podía tener un nuevo comienzo sin que mi mamá fuese la protagonista de mi estrés. Sin embargo, ahora temía a lo desconocido, a no saber cómo relacionarme con las personas y a la pequeña vergüenza de no haber vivido cosas locas como los demás. Así, creí que lo mejor era fingir ser cool y despreocupada, relajarme más de la cuenta y pretender tener una vida más interesante de la que tenía.
Al principio no me fue como esperaba con las calificaciones; la universidad era más complicada que el bachillerato. Intenté no darle demasiada importancia, pero, aun así, mi subconsciente me repetía que si no mejoraba mis notas mi promedio sería fatal, justo como lo decía mi madre. Poco a poco, comenzaba a entender sus regaños y el porqué de ellos.
Solo cuando conocí a mis primeras amigas de la universidad comprendí que todos pasamos por lo mismo. Todos sentimos la necesidad de enorgullecer a nuestros padres y, en muchas ocasiones, tendemos a sobrexplotarnos para contar con su admiración. Me sentí identificada con ellas, las tres procurábamos sacar notas excelentes, pero ya no era para satisfacer los ideales de nuestros padres, sino para satisfacer los nuestros. Entendíamos que si queríamos ser grandes algún día debíamos hacerlo porque queríamos y no porque pensábamos que defraudaríamos a alguien si no lo hacíamos.
Note el cambio en mi mamá cuando le mostré algunas de mis calificaciones más bajas y no me dijo más que “Al principio será así, mientras te acostumbras. La universidad no es fácil”. Ahora, claramente, veo que mi madre siempre quiso lo mejor para mí. Entiendo todo el sacrificio que hizo para darme lo mejor y las herramientas que me dio para que alcance un buen futuro. Ahora puedo decir que todos los regaños y discusiones valieron la pena, ahora siento que puedo con todo.




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