top of page

En Venezuela no se vive, se intenta sobrevivir. Por Gilianys Quintero.

1

Estaba en la entrada del Mercado de San Martín a las 4:30 de la mañana junto con mi mamá. Las dos con la incertidumbre de si podíamos alcanzar a comprar pollo. Nos desviamos hacia el estacionamiento y conseguimos como mínimo una cola de 250 personas. Era como tres eses (s) unidas. “Isabel, ¿tú crees que alcanzaremos a comprar?”, me pregunta mi mamá. Sinceramente no sabía qué responder. En mí se había sembrado ya hace bastante tiempo la desesperanza aprendida; no me provocaba seguir adelante y vivía cada día a su paso como en un juego de Candy Crush. Estaba agotada. Tenía 14 años y vivía cosas que no cualquier niña vive a esa edad. A las 8:30 de la mañana una miliciana recogió nuestras cédulas para colocarles un número en la parte de atrás, que correspondía con el turno que nos tocaba para comprar. Yo era la número 323 y mi mamá la número 324. Mientras nos comíamos unas arepas con queso, que mi mamá había preparado en la casa a las tres de la mañana cuando se despertó, salió el dueño del mercado diciendo que había mercancía para atender a 400 personas. Nosotras nos miramos como quien mira a su único amor, con ojos destellantes y el corazón saltando como una manada de elefantes danzando en nuestro pecho. Sí íbamos a alcanzar a comprar, el sacrificio valdría la pena. A las 5:00 de la tarde solo habían pasado 50 personas y ya nosotras estábamos agotadas, con hambre y sin dinero de más para comprar, aunque sea, un pan sobao para amortiguar hasta que llegáramos a la casa. La indignación que sentíamos al ver salir a guardias y policías con sacos llenos de pollos que les llevarían a sus familias era indescriptible. No sabría explicar cómo me sentí en ese momento, estaba devastada; y así como yo, lo estaban muchos de los que habían madrugado para llegar a la cola. A las 7:00 de la noche salieron los dueños del mercado avisando a la gente que no iban a despachar más, que todo se había agotado, que habían logrado con éxito atender a 450 personas del pueblo… En ese momento todo fue de mal en peor, la gente de la cola empezó a discutir, a gritar, a protestar por su derecho. Querían ser tratados como ciudadanos igualitarios, pero en Venezuela, no pasa eso. En Venezuela juegan con el tiempo de los ciudadanos, no les importan los demás. Y así como estaba yo ahí, en ese lugar en donde se notaba tanta corrupción, en donde no se respetaba, también había cientos de venezolanos que se iban acostumbrando a la desesperanza aprendida. En Venezuela no se vive, se intenta sobrevivir.

2

Llegamos al automercado Plaza`s de Las Mercedes a las 6:00 de la mañana, nos dirigimos al final de la cola -estaba bastante ordenada, como cosa rara. Mi abuela sacó su banquito plegable -que llevó bajo el brazo en el metro desde la estación de Plaza Sucre hasta Chacaíto-, se sentó y me dijo: “no hay tanta gente, así que sí vamos a poder comprar arroz, mi niña”. Yo asentí y pasé mi mirada por el largo de la cola, era cierto lo que decía mi abuela, no había tantas personas, éramos como unas 45 en total, incluidas nosotras. A las 9:00 de la mañana abrieron el automercado, salió el gerente avisando que el camión llegaba a las 10:30 de la mañana y una vez que estuviera ahí, comenzarían a despachar. Algo me dio muy mala espina cuando vi que el señor gerente saludó con mucha confianza a los primeros de la cola. Llegó el camión a las 12:00 del mediodía y no pasaron diez minutos cuando apareció de la nada una manada de 50 personas. Se posicionaron de primeros en la cola y, nuevamente, se apoderó de mí la indignación. La falta de respeto era tan grande que mucha gente empezó a salirse de la cola y yo no entendía por qué. Hasta que una señora bastante mayor de unos setenta y cinco u ochenta años aproximadamente se nos acercó y me dijo: “Veo que no entiende nada, niña. Cuando llega la familia de los guardias no hay vuelta atrás, los primeros de la cola son familiares de los guardias que le hacen la cola a los suyos, no alcanza el camión de alimentos para más nadie, lo desvían y los que estamos en la cola desde temprano nos quedamos sin nada, perdemos el tiempo, han jugado con nosotros desde hace bastante. Lo peor es que no podemos reclamar, aquí los corruptos son dueños de todo”. Le di las gracias a la señora y abracé a mi abuela, le besé la frente y le susurré: “Tengo 14 años, aún me queda vida y te prometo que esto algún día cambiará, en Venezuela no podemos seguir intentando sobrevivir”.


ree

3

2:00 de la mañana y ya mi tía, mi tío, mi mamá y yo nos encontrábamos en la cola de los carros para la compra del día en el Bicentenario de Plaza Venezuela. Nos habíamos enterado de que las personas que hacían la cola con los carros entraban primero que los civiles de la entrada peatonal, así que ahí estábamos. Teníamos unos 20 carros por delante, nada del otro mundo. A las 11 de la mañana abrieron el estacionamiento y dejaron pasar la hilera de carros. Nos encontramos con la bella sorpresa -nótese el sarcasmo- de que el estacionamiento estaba lleno, dimos como tres vueltas para estacionar en un puesto. Salí como un cohete directo hacia los carritos de mercado -o, como dirían en mi familia, salí corriendo como alma que lleva al diablo- y agarré cuatro, uno para cada uno. Subí la rampla que conducía hacia el 1er piso. Yo creo que mi vida está destinada a tenerles rabia a los guardias de Venezuela. Había una cola incontable de puros uniformados de guardias nacionales; sin embargo, me posicioné al final de la cola, que se me hizo algo difícil encontrar. Mi tía, mi tío y mi mamá llegaron al lugar en donde me encontraba, agarraron su carrito y a lo lejos oí susurrar a mi tía: “no le digan nada a Isa, la niña cada vez que va a hacer una cola se encuentra con los guardias de primeriiitos, se empeña en que en sus cortos 14 años ha vivido cosas duras… y no es mentira”. Al final logramos pasar al segundo piso en donde estaba la entrada del supermercado y ya adentro sentía un mar de emociones. Pero la felicidad fue efímera. Las personas no podían escoger los productos que deseaban llevar. Esta vez el kilo de leche, los dos de azúcar y los tres cuarticos de café los entregaban los guardias. Ya era mi turno y pedí lo que me correspondía para luego dirigirme a pagar, pero todo se me fue abajo cuando me dijeron que no le podían entregar mercancía a los menores de edad. “¿Acaso se los estoy pidiendo regalado? ¡Lo voy a pagar! ¿Entonces mi dinero no vale?”, les grité, histérica, a los guardias. Me encontraba sin oxígeno: me estaba dando un ataque de asma. No podía seguir acostumbrándome a esta desesperanza que me estaba consumiendo poco a poco. En realidad, nadie en su sano juicio debería vivir así. No es justo que jueguen con los ciudadanos, con el pueblo, con los venezolanos. Todos merecemos respeto y ser tratados por igual. Ese día comprendí que Venezuela estaba sumida en las llamas de la corrupción y nadie podía venir a decirme lo contrario. Yo estaba viviendo esa miseria en carne propia.

Comentarios


bottom of page