En el 23. Por Frank Garrido
- ccomuniacionescrit
- 26 mar 2021
- 3 Min. de lectura

Un día como cualquier otro, el señor Alfonso se levantó bien temprano para ir a su negocio en el 23 de Enero. Siempre iba alegre, saludaba a los vecinos de los otros negocios, le daba los buenos días a los camioneteros, hablaba con ellos un rato y también con el hamburguesero donde se tomaba un cafecito oscuro para animarse aún más. Finalmente, levantaba la santamaría de su local, entraba y detrás del mostrador, con una sonrisa, esperaba a sus clientes.
Aproximadamente a las nueve de la mañana llegó un colectivo a comprarle cuatro cajas grandes de cigarrillos y le preguntó: “¿no sabes nada del robo de anoche, Alfonso?”. Asombrado por la pregunta, responde que no sabe qué pasó y, luego de cobrarle, le da sus cuatro cajas de cigarros. El colectivo enciende un cigarro y cruza la calle para hablar con Richard, el jefe de los trabajadores informales, al tiempo que se levanta un poco la camisa dejando ver parte de su pistola. Automáticamente, por la actitud del colectivo, supo Alfonso que algo iba a pasar. Y se mantuvo alerta por si se presentaba cualquier eventualidad.
Al terminar de hablar con Richard, se oye al colectivo decir que va a buscar a su escolta “para darle al malandro ese los tiros que se merece”. Se monta en su extravagante moto, la enciende y, como si de una película se tratara, pone a rugir el motor haciendo que salgan llamas moradas por los tubos de escape. Detiene el tráfico y, en una sola rueda, se levanta y avanza hasta irse.
Después de haber visto semejante escena, no dio tiempo de que Alfonso terminara de tomarse su segundo café de la mañana cuando ya estaba de vuelta el colectivo, esta vez con el escolta, en la bestia de dos ruedas. Los dos se bajaron de la moto, uno detuvo el tránsito por completo, el otro pidió que nadie se moviera. Ambos sacaron sus armas y empezó el caos. Las mujeres gritaban, agarraban a sus hijos y se tiraban al piso; los hombres, unos se agachaban y otros veían, nerviosos e intrigados, los movimientos de los colectivos armados que buscaban a Richard, para que los llevara a donde el ladrón, un vendedor de verduras, que se escondía en uno de los puestos ocupados por los informales.
Finalmente, encontraron y sometieron al delincuente, apodado Amarillo. Uno lo agarró por la nuca y apuntó su cabeza con el arma y el otro le gritaba “te metiste anoche a robar toda esta comida que tienes acá, ¿no? Habla claro”, mientras le daba una patada en el abdomen y un cachazo en la cabeza. Amarillo confesó todo después de esos golpes, y botando sangre por su cabeza les pidió que no lo mataran.
Los colectivos lo arrastraron hasta un lugar de la acera donde no había gente. Vieron a su alrededor y se percataron de que no se escuchaba nada más que sus voces, la de Amarillo y el motor de la moto encendida, por lo que le dijeron a Amarillo “estás de suerte rata, pero vas plomeado igual”.
Hicieron dos disparos ensordecedores a cada una de las rodillas de Amarillo, guardaron las armas en la cintura, las cubrieron con sus camisas, y se fueron hablando y caminando hacia la moto. Se montaron en ella y se fueron lanzando dos últimos disparos al aire.
Después de que los colectivos se habían ido, Alfonso salió corriendo con dinero en efectivo en sus manos, paró un taxi y le dijo al chofer que llevara al hombre tiroteado a un hospital. Otros vendedores informales ayudaron a cargar a Amarillo hasta al carro.
El señor Alfonso ayudó a ese hombre sin importarle que fuese un delincuente. Él cree que la justicia no la deben tomar en sus manos otros delincuentes, como los colectivos, sino la verdadera ley.




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