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¿El último viaje en metro? Por Andrés Vásquez


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No es la primera historia en la que ocurre algo extraño o peligroso en las vías del metro, pero por lo menos para mí esta es una historia única, quizás porque era la primera vez que me encontraba en una de esas situaciones bizarras que son publicadas en un blog o en un post de Facebook. A pesar de las advertencias que me repetía mi mamá constantemente acerca de los peligros que hay en el Metro, yo, como siempre, no le hice caso y me monté en él para pasar un tiempo con mi exnovia. De ida todo fue como de costumbre, personas vendiendo chocolates de dudosa procedencia en los vagones, muchachos con chemise azul sentados en los puestos que son para las personas de la tercera edad, y yo intentando no tener contacto visual con alguna persona que se viera amenazante. Luego de encontrarme con mi exnovia y tener mi cita, nos despedimos en la estación Colegio de Ingenieros, ya que ella vivía cerca de ahí; yo me regresaba a mi casa que queda cerca de la estación de Plaza Sucre, son ocho estaciones. Ocho estaciones que se me harían eternas.


Todo iba normal, el vagón estaba un poco lleno, porque el único método de transporte que “funciona” en este país y que además es accesible para toda la población es el metro, y obviamente la mayoría de las personas optan por utilizarlo. Yo estaba ubicado al frente de la puerta que, vista desde la punta del metro, está a la izquierda. Habían pasado cuatro estaciones y llegamos a Capitolio; una de las zonas en las que el pudor, la distancia social, el respeto y la educación son olvidadas por el ansía de saber si vas a poder montarte en el vagón o si vas a tener que esperar otro round para enfrentarte a más de diez Myke Tyson en distintas formas y colores. Luego de que pasó el tsunami de personas, y de que la gran mayoría se bajará en la siguiente estación, me di cuenta de que en la puerta que yo tenía al frente había un señor recostado. Al principio no le presté atención ni a su aspecto ni a lo que decía, pero algo en mi instinto me dijo –Hey, tienes a un desconocido al frente de ti que está susurrando una conversación consigo mismo en la que dice “No los mates, no los mates”, mientras se está agarrando un objeto que está en su bolsillo que parece peligroso. Ahí me cayó un balde de agua encima, sentí como mis últimos momentos de vida iban a ser en ese vagón que tenía huellas de diferentes zapatos en el piso, y que también tenía marcas de sudor en las ventanas porque el aire no funcionaba. Yo no soy alguien creyente, y no confío en lo que dicen las religiones, pero en ese instante recordé todo lo que me enseñaron en mi colegio católico, y empecé a pedirles a todos los dioses que conozco que me protegieran. En un momento pensé que si el señor intentaba algo podría enfrentarlo, pero después razoné que alguien de un metro setenta como yo, que además estaba un poco flacucho, y que es un chamito que no le hace daño a nadie no podría llegar a tener oportunidad frente a un tipo de casi dos metros que tenía una cicatriz en la cara, la ropa toda escoñetada y sucia, y que además posiblemente ya habría matado a dos o tres personas más con el objeto que tenía en su bolsillo.


Así que lo único que hice fue confiar, y esperar a llegar a mi estación para salir corriendo de allí. Solamente faltaban tres estaciones, usualmente es un recorrido de diez minutos, pero yo sentí cómo pasaron horas. En mi mente se crearon mil escenarios posibles en los que el tipo me asesinaba y yo me quedaba tirado en el suelo desangrándome por la puñalada que me había metido. Nunca pensé que lo que muestran en las películas, el hecho de recordar toda tu vida cuando estás a punto de morir, era real. Luego de mi agonía mental y de mi crisis de ansiedad, al fin sonó una voz entrecortada, debido a la falta de mantenimiento de los vagones que decía “Esta… (Sonido inentendible) Pla… (Sonido de interferencia) Sucre”. Salí del vagón como si nada hubiera pasado, intenté hacerlo de la estación lo más rápido posible, y cuando llegué a mi casa, por primera vez en dieciocho años, agradecí el hecho de estar vivo.

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