El viaje de los enfrentados. Por María Angélica Sánchez
- ccomuniacionescrit
- 17 feb 2021
- 3 Min. de lectura

Todos contra todos. Todos los olores contra todos los perfumes (o, mejor dicho, los splashs). Todas las ofertas-a-precio-de-oportunidad contra todas las conversaciones de los pasajeros. Todos los que entran contra todos los que salen.
Son las 5 p.m. Aunque también son las 6 a.m. y las 12 a.m. No hay diferencia a esas horas. La luz del día, único diferenciador, apenas se cuela en la estación de Colegio de Ingenieros, pero lo único que se puede ver desde el vagón es gente. Gente bonita, gente fea, gente rara, gente cansada, gente pendiente. Gente, gente y más gente.
–“Estación Bellas Arte” –avisa una voz pregrabada que apenas se puede entender.
–Nojoda, chico. Nada sirve en esta vaina –se queja un señor (¿o será una señora?), ahogado en el mar de personas. La estación que mencionaron los altavoces no corresponde con la estación a la que acaban de llegar.
Cata intenta identificar a la persona que habló, pero no podía ver más de los cuerpos que la cercaban. De todos modos, cualquiera podría haberlo dicho. Cuando se trataba de maldecir el metro, todo el mundo pensaba lo mismo que aquella voz anónima.
[Estación Plaza Venezuela]
Bajan: Los que puedan.
Suben: Los que puedan.
Antes, Cata solo veía gente estática con una expresión grabada de hastío. Ahora era una masa en movimiento. Un solo cuerpo que se enfrentaba contra la fuerza de quienes quieren entrar. Gritos, llantos y maldiciones acompañan esta escena épica de la que solo salen victoriosos lo más aptos, los que pueden con todo, los que se comen los perros bien cargados en la salida del metro.
Luego de varios intentos, cierran las puertas y el vagón está lleno de vencedores, apretujados como sardinas enlatadas, pero vencedores.
[Estación Sabana Grande]
Bajan: 4
Suben: 1.5 (el 0.5 es representado por una mujer que apenas ocupa espacio).
Entre el 1.5 de quienes subieron al vagón de Cata se encuentra el mártir de los mártires, el que necesita para el pasaje para La Guaira y también para las medicinas. El que nunca ha tenido que hacer esto, pero “mi Caracas bella, casi me matan y miren lo que me hicieron”. Muestra un pedazo de gasa en yugular, evidenciando una herida que tuvo haber sido mortal. Habla de antibióticos, muestra un récipe desgastado e ilustra el atraco de hace unos días del que fue víctima.
Hay personas que se dedican a ignorarlo, mientras un grupo lo atiende. Tal vez sea por lástima o porque no hay nada mejor que hacer, este grupo se entera de todos los detalles del ataque. Hasta terminan aprendiéndose los nombres de los hijos del guaireño.
[Estación Chacaíto]
Bajan: 8
Suben: 8
El mártir lleva desde la estación pasada repitiendo para qué usará ese dinero. Quienes se atreven a confiar y le pasan un par de billetes son bañados con bendiciones. Su receptor les asegura que eso es una inversión divina: Dios devuelve el doble de lo que dan.
Antes de que se cierre la puerta, se cuela “la bodeguita del mocho”. Un señor de edad avanzada, que compensa lo que no ocupa su extremidad perdida con un bolso lleno de mercancía.
Empieza la batalla entre el empresario y el necesitado (queda a discreción del lector decidir quién es quién). La inversión divina frente a los barriletes y las chupetas. Solo disponen del tono de sus voces para librar tal lucha y a los pocos minutos ambos aturden a los pasajeros.
Nadie aporta nada, nadie compra nada.
[Estación Chacao]
Bajan: 7
Suben: Ya no hay quien lleve la cuenta, Cata se acaba de bajar.
La estudiante, como último acto de buena fe, se aseguró de que su asiento lo ocupase una señora que parecía cargar con el mundo en los hombros más dos bolsas y la cartera. Ya había terminado su travesía diaria de vendedores, héroes y personas mal paradas que le faltaban para cualquier cosa.
En la salida, escuchó una conversación entre un par de señoras de ojos empastelados con sombra azul y vestidas con esas camisitas capaces de adherirse a cada pliegue y curva de sus cuerpos: “Ese chamo de La Guaira lleva casi muerto más de un mes”.
Casi se le escapó una risa de mal gusto. Cata había estado a minutos de darle una colaboración al malherido, pero los altavoces ya avisaban que pronto llegarían al destino (aunque seguían mencionando una estación pasada) y no tendría tiempo para acomodar su bolso.
–Esa será la verdadera bendición –habló la muchacha para sí misma–, así aprendo y veo cómo empiezo a tomar el bus.




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