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El venezolano es así. Por María Calles


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El otro día una amiga vino a visitarme con un pan riquísimo. Entre charla y mordiscos le pregunté dónde lo había comprado y me respondió que en una panadería nueva que habían abierto unas chamas en un garaje. Hoy me dio antojo de comer ese pan, así que me dirigí hacia allá. Ella me había dicho "afuera hay una pizarra con las letras escritas de colores, ¡así que no hay pele!", tenía razón. Al entrar lo primero que sentí fue el olor a pan recién hecho, se me hacía agua la boca. Sin tiempo que perder, me dirigí a la chama de rulos dorados al otro lado del mostrador:

‒¡Bueenaas! Dame dos sobados, porfa.

Mientras me los pone en una bolsa, veo que la panadería está bastante surtida; donas, pan de arequipe, pan de guayaba, pero dejo de ver todo lo demás cuando noto bombas rellenas de crema pastelera. ¡Bombas!, mi debilidad. Mientras le entrego mi tarjeta de débito a la chama la miro.

‒¡Me metes una de esas! ‒le digo, señalando las bombas en el mostrador.

Ella me hace caso mientras se ríe. Sin embargo, después de pedirme los datos de la tarjeta me dice que no pasa. Como no es nada raro en Venezuela, le digo que la pase de nuevo. Después de hacerlo, se dirige hacia mí con cara de circunstancias:

‒Ahora dice "saldo insuficiente".

Bueno, adiós bomba. Le digo que la saque, pero la desilusión debió notarse en mi cara porque me dice:

‒¿Sabes qué? Llévatela, pasa después y me la pagas.

Me fui de la panadería feliz con mis sobados y mi bomba. Al día siguiente fui con mi mamá a pagar lo que debía, pero no pude evitar pensar que cualquiera pudo no haberlo hecho. En el carro se lo comenté a mi mamá y su respuesta fue "el venezolano es así". No es que su afirmación me haya aclarado mucho...


**


En esta playa de La Guaira no había coronavirus, o al menos eso parecía. ¿Tapabocas? ¿Qué es eso? No lo vi por ninguna parte. Los únicos que cargaban algo en la cara tenían lentes de sol. Unos escuchaban música en su carro, otros tomaban el sol, había niños también jugando a la orilla del mar. Todo lucía tan... normal. Mi amiga y yo estábamos acostadas en unas tumbonas poniéndonos al día con los chismes y de vez en cuando tomando un trago de cerveza, cuando llega un vendedor de bisutería. Se veía exactamente igual que el típico comerciante playero: desaliñado, bronceado y descalzo.

-¡Están bellos tus pies! Pero, ¿sabes qué les hace falta? una tobillera de estas ‒dice, enseñándonos las distintas piezas que tenía.

Me río, la habilidad y creatividad que tienen estas personas para vender siempre me va a sorprender. Le digo educadamente que no estoy interesada, pero mi amiga tiene otros planes y empieza a curiosear las tobilleras. Mientras se decide por una, noto que es la primera persona que pasa vendiéndonos algo. Me extraña, ya que recordaba la playa a tope de comerciantes. Se lo comento a Jesús, así dijo que se llamaba.

‒¡Coye, sí! Antes éramos como quince artesanos vendiendo solo en esta playa. Pero tú sabes, muchos se han ido del país y a otros los ha agarrado el coronahambre ‒responde Jesús.

Entablamos una conversación, mientras mi amiga le hace un pago móvil. Yo le digo que es mi primera vez en una playa de La Guaira y él me dice que vine en un buen día.

‒Mira, esto no me quiere abrir ‒dice ella, refiriéndose a la página del banco‒¡Qué broma!, vale. Me la quería comprar.

‒Vamos a hacer una cosa: anota mis datos y llévatela ‒dice Jesús‒. Tú verás si me pagas ‒añade.

‒¡Sí va!

Ese mismo día en la noche, mientras mi amiga le mandaba el comprobante de pago por Whatsapp a Jesús, me dice:

‒Ese tipo sí es confiado, ¿verdad?

‒El venezolano es así ‒le respondo, recordando lo que un día me dijo mi mamá y que ahora comprendo con más claridad.

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