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El trago más amargo. Por Ander Amenábar


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Maiquetía


El 21 de abril de 2019 mi hermana y su esposo se fueron de Venezuela a Madrid. Se fueron en busca de una vida juntos en un país más estable. Ese día nuestra familia se separó físicamente. Las semanas antes de su partida fueron muy duras, pues no sabíamos lo que sería estar tan lejos de ella. Podía escuchar a mi mamá y a mi hermana llorando, juntas o separadas, en sus cuartos y sabía que no podía hacer nada al respecto.


Cuando aquel 21 de abril llegó, antes de bajar a La Guaira, mi hermana metió sus maletas en el carro y fue a despedirse de mis tíos y de mi abuela, a quien sabía que probablemente no iba a volver a ver. De hecho, así fue.


Hora y media más tarde, estábamos en la feria de comidas de Maiquetía, cenando algo antes de que ella y su esposo atravesaran la puerta de embarque. Mientras comíamos, no sentí el ambiente de despedida que imaginé que habría; pero aproximadamente 15 minutos después, ya a punto de separarnos, este se hizo presente. El desconsolado llanto de mi mamá y la cortada respiración de todos en la familia nos llenaba de dolor; aunque, personalmente, lo que me atormentaba fue el trago más amargo que me he tomado en mi vida: un desgarrador nudo en la garganta que no me dejaba ni siquiera hablar. Entre lágrimas me despedí de mi hermana con el abrazo más fuerte que pude, pues fui incapaz de emitir ningún tipo de sonido durante esos dos minutos que duró nuestro adiós.


Barajas


Luego de 3 años sin poder ver a mi hermana, decidimos ir a pasar un tiempo con ella en Madrid. Habíamos tenido planes de visitarlos mucho antes, pero, como para todo el mundo, la pandemia lo complicó. El habernos reunido con ella fue una felicidad enorme. Terminamos de pasar el mes viviendo con ellos en su apartamento y lo que más disfrutamos no fue recorrer las calles de Madrid ni regocijarnos en una sociedad tan próspera, sino los simples desayunos en familia y, en las noches, las partidas de cartas como las que tantas veces jugamos en Caracas.


Era la madrugada del 22 de abril de 2022 cuando mi papá nos levantó para ir al aeropuerto. Ese día nos fuimos de Madrid. La mañana arrancó ajetreada pues todos tuvimos que bañarnos rápido y terminar de hacer maletas para llegar temprano y no perder el vuelo. Mientras me terminaba de vestir, pensaba en cómo había sido la primera vez que nos despedimos de mi hermana y trataba de asimilar que ese día y los sentimientos que todos vivimos se iban a repetir. Me había preparado mentalmente para lo que sería, una vez más, una cicatriz que por siempre estaría en el recuerdo de nuestra familia.


Llegamos al aeropuerto, entregamos las maletas y nos fuimos a un café a desayunar. Estábamos todos: mis padres, mi hermano, mi hermana, su esposo y yo. A medida que el desayuno avanzaba me di cuenta de que mi mamá seguía riendo; mi papá, hablando sin problema y mi hermano, jodiendo, como de costumbre. Todo parecía estar mucho más tranquilo que 3 años atrás. Tal vez la anterior despedida nos había blindado para toda la vida y cada vez que lo hiciéramos iba a ser menos doloroso.


Finalmente, nos dirigimos hacia la puerta de embarque. Nada había cambiado. Todos seguíamos actuando como si esta no fuese la última vez que nos íbamos a ver por años. A menos de cien metros de la puerta, subíamos una escalera mecánica. Mi hermana caminaba un poco lento, así que me adelanté sin darme cuenta de que mi mamá estaba detrás de mí y de que ahora ellas dos habían quedado una junto a la otra. En ese instante, todo se repitió. Mi madre no lograba contener el dolor de despedirse de su primera hija nuevamente, a mi papá se le cortaba la voz cuando trataba de decir adiós y, una vez más, mientras mi hermano y yo la abrazamos con la misma fuerza de todos los abrazos que más adelante no le íbamos a poder dar, un doloroso y amargo nudo se me hizo en la garganta y comprendí que no había remedio para estas situaciones. Ni los corazones se blindan ni es posible prepararse para lo que sabemos que el futuro nos depara.

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