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El poder de la música. Por Beatriz Malavé Gámez.


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Desde muy joven me han dicho que la música tiene un poder increíble: libera, comunica lo que no puedes expresar con tus palabras y, sobre todo, une. A mí me gustaba pensar que existían géneros para todo el mundo y que, así como dividen a las personas por su estatus social o poder adquisitivo, de esa misma manera estaba dividida la música. Un pensamiento bastante radical para una niña de diez años, si me preguntan ahora.

Era la mañana del 27 de octubre de 2009 cuando mi mamá y yo nos encontrábamos en el aeropuerto. Esperábamos el vuelo que nos llevaría a la ciudad de Caracas. Ese mismo día estaba pautado el concierto de los famosos Jonas Brothers, una banda muy reconocida en el mundo de Disney para ese entonces. Le rogué a mi mama irnos un día antes, pero ella, confiada, dijo que solo eran cuarenta y cinco minutos en avión y que estaríamos en Caracas antes del mediodía. Lo cómico fue que los eventos no sucedieron exactamente como estaban planeados, el avión tuvo un retraso de más de seis horas y el aire acondicionado en la sala de espera presentó fallas. Mientras pasaba el tiempo, escuché historias bastante curiosas.

Adelina

Junto a su madre, venía de un pequeño pueblo llamado Anaco. Por un mes entero se ajustaron a un presupuesto bastante rígido y solo gastaban dinero en lo necesario. Este sacrificio fue para comprar dos entradas para el concierto. Lo lograron y todo parecía ir perfecto hasta que llegaron al aeropuerto de Barcelona. Al principio informaron que sería una hora de retraso, luego fueron dos, a la tercera ya la pequeña Adelina perdió todas las esperanzas de llegar a tiempo. Su madre se había esforzado tanto para cumplirle este sueño que la culpa no la dejaba tranquila. En circunstancias normales jamás se hubieran permitido un lujo así, pero desde que los doctores le diagnosticaron insuficiencia renal su mamá se había empeñado en hacer todo para complacerla. Y Adelina lo apreciaba, pero a la vez eso la hacía sentir como si fuera una lista de deseos antes de morir. Un poquito trágico, lo sé.

Lydia

Proveniente de un hogar bastante disfuncional, Lydia se encontraba en la sala de espera del aeropuerto junto a su hermano, y se preguntaba si algo podría salirle bien en la vida. Primero sus padres anunciaron su divorcio, una semana antes casi la expulsan del colegio tras una fuerte discusión con un superior y ahora el vuelo se retrasaba por horas. Sabía que sus padres le habían regalado las entradas al concierto por pura culpa. Así manejaban las cosas: por cada falta un regalo y jamás se volvía a discutir. Eso no le restaba importancia a su amor por los Jonas Brothers, su música era preciosa, las letras la calmaban entre tanta ansiedad y también la inspiraban. Tenía un cuaderno lleno de letras de canciones originales, las pensó ella solita y no podía estar más orgullosa. Creía firmemente que un día se convertiría en una artista tan talentosa como ellos.

A las dos y media de la tarde, después de seis horas de espera, anunciaron que ya podíamos hacer la fila de chequeo. Ese pequeño anuncio nos trajo a todas un poquito de esperanza, nos devolvió la fe. Casualmente nuestros asientos estaban cerca, al llegar a Maiquetía compartimos el taxi que nos llevaría al Poliedro. Llegamos justo a tiempo para el concierto y notamos que hasta estábamos en la misma fila.

Después de ese largo día, de esa larga espera, mucho cambió en mí. Comprendí, más que nunca, que algo tan “simple” como la música podía unirnos a todos sin importar de donde viniéramos o qué tipo de vida tuviésemos; que la música puede mover montañas si se lo propone. En este caso movió a tres niñas del oriente del país en un accidentado viaje a la capital solo por una noche. Sin importar lo que habían vivido y lo que pudiera pasarles después, eran tres niñas que decidieron ser felices ese veintisiete de octubre.

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