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El oficio y la necesidad. Por Francis Rodríguez


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En diciembre de algún año, caminaba por La Hoyada con mi mamá. Íbamos en la búsqueda de varios blue jeans y un pantalón negro. Tras nuestras primeras pisadas en el lugar, de los locales comenzaron a ofrecernos su mercancía como pescador lanzando su red al agua, buscando su próxima pesca. Solo decíamos: “estamos viendo, gracias”, y seguíamos. Después de mucho mirar y discutir opciones, dimos con un local en donde creíamos haber descubierto el pantalón perfecto. Nos atendió una pareja de piel oscura y acento extranjero; tenían un niño de más o menos un año. Se notaba que no habían vendido nada en todo el día. Cuando vieron mi interés en su mercancía sus ojos brillaron al tiempo que saltaron de su asiento para atenderme.


“Sí, claro, siéntate por aquí”, me dijo la señora, amablemente, colocando a su pequeño en el piso. “No te preocupes aquí hay tu talla y más”. “¿Me lo puedo medir?”, le pregunté, luego de que hubiese puesto un pantalón en mis manos. “Sí, claro, cómo no. Pasa por aquí”. Ella hasta me ayudó a abotonar el pantalón, pero me quedaba algo pequeño, no me sentía del todo cómoda. Le pedí una talla más grande y, luego de darse cuenta de que no había, me dijo: “no, no te preocupes. Es la tela, lo que pasa es que está nuevo. Tienes que amansarlo”, me dijo; y continuó: “cuando nos compramos un pantalón siempre va a quedar un poco apretado. Cuando le des un par de días de uso, tú verás que ni lo sentirás”, afirmó, intentando convencerme. Y lo hizo. Su esposo nos llevó a mi mamá y a mí al punto de venta y pagamos. Cuando llegué a mi casa y me lo puse de nuevo, me di cuenta de que me apretaba más de lo que creía, apenas podía respirar. Hoy en día ese pantalón no me queda, en realidad nunca me quedó. Pero la vendedora lanzó su red al agua con astucia y yo me dejé atrapar en ella.


Ese mismo día, en otro local, conseguimos un blue jean que me fascinó. Estaba exhibido en la parte de afuera, pero este negocio estaba lleno de personas, gente saliendo y entrando. Las vendedoras (en sus veinte y tantos) atendían con flojera y desgano a las personas. Pregunté por el pantalón y esperé al menos quince minutos para poder probármelo. Tenían un equipo de música pequeño, pero potente; era difícil escuchar lo que decían y había que gritar para ser escuchado. Ellas, a diferencia de las personas que se quejaban, no parecían tener problema con eso. Mientras me probaba el pantalón nuevo le pedí a una de las vendedoras que sostuviera el mío, ella lo tomó y siguió atendiendo a otra persona. Luego de probarme el nuevo y caminar con él, sabía que era el pantalón indicado; así que, sin mucho pensar, me dispuse a quitármelo para pagar.


Cuando le pregunté a la muchacha por mí pantalón, el que yo había llevado puesto, no me supo responder. “No sé, creo que se lo di a ella”, me dijo y señaló hacia otra chica que se encogió de hombros y tampoco supo responder. En este punto yo estaba furiosa. Me senté en un banquito y crucé los brazos, no podía quitarme el pantalón del local porque el mío no aparecía. Luego de unos veinte minutos, que se sintieron como dos horas, una de las vendedoras me gritó desde su silla “¿tú vas a pagar?”. “No puedo, mi pantalón no aparece”, le respondí. Ella se despegó de su silla y, con desgano, entró a una especie de depósito. Minutos después, salió con varios pantalones en los brazos y entre ellos estaba el mío. Pagué y salí del sitio lo más rápido que pude. Eso sí, el pantalón que compré era fantástico y aún me queda muy bien.


Ese día viví dos experiencias completamente opuestas y llegué a una conclusión: cuando tenemos mucho de algo, lo vemos con indiferencia. Y cuando nos falta, lo valoramos. El primer negocio ofrecía una excelente atención porque no vendía, un cliente era como un lingote de oro al que había que cuidar. En el segundo, las ventas sobraban, un cliente más o uno menos les era indiferente.

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