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El monstruo de San Diego. Por Amor Torres.

Muchos habitantes del estado Miranda frecuentaban un restaurant llamado: “Chicharronera Guaicoco”, ubicado en San Diego; una actividad dominguera y familiar que tuvo su final tras un suceso lamentable que causó asombro, repugnancia y miedo en las personas.

Como todas las mañanas, tras un despertar fugaz y una taza de café que no puede faltar, Emilio, un hombre de edad mediana, se dirigió a su humilde trabajo ubicado a una cuadra del famoso restaurante. No tenía el mejor sueldo ni el mejor entorno, pero su única tarea era alimentar a unos cochinos cuya vida era muy corta. Todo transcurría de manera rutinaria, el mismo clima frío y el mismo olor desagradable que, aunque más intenso, Emilio consideró normal. Ese día, para su sorpresa, percibió algo distinto al ver el alimento de los cochinos. Decidió excavar y descubrir de qué se trataba. Sus ojos, bien abiertos, no podían creer lo que veían. Inmediatamente tuvo náuseas y sintió que podía desmayarse; quedó paralizado un par de minutos ante semejante escena, y procedió a hacer la llamada pertinente a las autoridades.

No muy lejos del trabajo de Emilio, una semana y media antes de tan horrorosa experiencia para él, se encontraba en una parada casi vacía una chica delgada y pequeña de dieciséis años de edad, vestida con su uniforme de secundaria y con una actitud ansiosa, que demostraba mirando su reloj repetidas veces. Tras pasar quince minutos y no llegar ningún transporte, la chica, llamada María Auxiliadora, miró a la única persona que se hallaba con ella, un señor alto y con gesto serio, y le preguntó

Señor, disculpe, ¿cuánto tiempo lleva esperando?

Media hora señorita, pero relájese un poco, estoy seguro de que su profesor entenderá, solo están trabajando dos camionetas por falta de repuestos y no es un secreto para nadie, porque lo anunciaron esta mañana en la radio ¾respondió el señor con una sonrisa en la cara.

¡No puede ser! El problema es que tengo un examen, pero por la hora intentaré conseguir entonces una cola ¾exclamó María, preocupada, y empezó al instante a agitar la mano con la esperanza de que algún vehículo se detuviera y la auxiliara.

Al examen María no pudo llegar, y misteriosamente tampoco a su hogar. Los padres creyeron que se había quedado sin pila y esperaron un poco más del atardecer para llamar a su compadre, que era policía, y pedirle ayuda para encontrar a su pequeña y única hija. Este les atendió algo rápido y les explicó que en la ley estaba estipulado que no podían hacer una denuncia formal hasta después de 48 horas de desaparecida.

Sin ningún indicio de María, pasaron las cuarenta y ocho horas y empezó una búsqueda sin rápidos resultados. Sus amigas cercanas coincidían en que ella les había avisado que iba tarde al examen, pero luego no contestó más sus mensajes. Los vecinos aseguraban haberla visto salir apurada de su casa, pero nadie daba algún detalle que ayudara a inferir su paradero.

Tras pasar una semana sin saber de María, la noticia ya circulaba de puerta en puerta. La gente charlaba y comentaba versiones distintas de lo que podía haber pasado; unos decían que podía tratarse de una fuga de amor juvenil y otros aseguraban que se trataba de un secuestro. Los padres habían llegado a un punto en que cada día su fe decaía y solo esperaban la noticia del hallazgo del cuerpo de su querida hija.

El presentimiento de los padres se volvió realidad y las autoridades recibieron la llamada de un trabajador de la cochinera de San Diego, que repetía con un temblor en la voz que había encontrado el cuerpo de una chica en la comida de los animales. Luego de que la policía acudió al lugar, pudieron confirmar que se trataba del delgado cuerpo de María que desprendía un olor repugnante, pero disimulado entre tantos cochinos.

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La noticia del hallazgo salió en todos los periódicos de Miranda y no tardó mucho la investigación. El señor alto y serio que había estado con María en la parada se dirigió a la policía para atestiguar los hechos. Al principio todos pensaron que el sujeto podía ser el culpable y solo trataba de encubrirse con una historia para que no sospecharan de él, pero luego de que fueron a la casa del primer sospechoso, el padrino de María, el único policía al que la joven podría haberle aceptado la cola en forma tan alegre (según describió el testigo), y tras largos interrogatorios en los que el compadre negó todo, encontraron el reloj de María bajo la alfombra de la patrulla y no hubo dudas. Habían hallado al violador y asesino de la chica que, apurada por su examen, había aceptado su ayuda y encontrado un fatal destino. Este corrupto policía y asesino fue encarcelado y apodado como “el Monstruo de San Diego”. Jamás se ha olvidado tan trágico suceso.

A veces las peores tragedias suceden en el entorno en el que más confiamos y nada es lo que parece, por ello es sabia la frase “Caras vemos y corazones no sabemos” o, como diría mi abuela, “Nadie conoce a nadie” y ni el olor más desagradable logra cubrir la muerte.


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