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El mejor arroz con pollo. Por Kevin Durán Londoño.

Actualizado: 29 jun 2022



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Cuando nos montamos en la camioneta a las cinco de la mañana, conté a todos los que íbamos a viajar: mi tío, mi tía, la suegra de mi tío, mi prima de dos años y yo. Estábamos los cuatro sentados consecutivamente de derecha a izquierda o al revés, no lo sé, y una niña que intercambiaba de asiento humano cuando cada uno decía: “Se me durmieron las piernas”. Estábamos tan estrechos en esa parte de la camioneta, a pesar del gran tamaño de la misma, porque adelante iba una persona que manejaba y a su lado un hombre cuyo nombre se me olvidó.

Tan incómodos estábamos atrás que “decidí” pasarme a la parte de atrás de la parte de atrás, junto con las maletas y algunos suministros para el viaje. Veníamos de Caracas y la idea era ir para “el otro cachete”. En el viaje muchas cosas pasaron por mi mente: la universidad, mi relación amorosa, mis cordales recién sacadas, mi futuro, mi familia… Pero dos nunca se salieron de ella: Venezuela con sus carreteras más accidentadas que una pista de motocross y el arroz con pollo que estaba en unas bandejas de plástico que llevaba al lado.

Con la espalda adolorida por las palmadas que me daba la superficie metálica del maletero, cuya cubierta era solo un pedazo de tela, intenté conciliar un poco el sueño para olvidar el viaje y el arroz con pollo; pero no pude, porque sentía el vapor expulsado por el arroz, vapor que no podía ser libre por la plástica tapa del recipiente, vapor exquisito que se quedó pegado en forma de gotas como una suerte de sudor de comida. El pollo se había hecho sin guiso para prevenir el hecho de que se pudiera descomponer más rápido de lo que lo haría sin cebolla y pimentón. Unos plátanos cocidos a un lado representaban el último elemento de ese plato que antes del viaje no era para nada provocativo.

Cuando llegamos a Valencia lo estaba comiendo con mi mente, me imaginaba cada cucharada y me ponía más ansioso. Aunque masticaba la mayor parte de la comida con los incisivos porque me habían sacado las cuatro cordales cuatro días antes, me encantaba la idea de comer como fuera.

Entre Valencia y Barinas recordé lo que era esa sensación, la había vivido en la escuela militar. Era como poder comer sin comer y saborear sin hacerlo. Recordé también la academia porque el hombre cuyo nombre no recuerdo sacaba una tarjeta en cada alcabala que nos encontrábamos en la vía, y los sargentos, tenientes, comandantes, de coronel pabajo, le decían: “Buenos días, mi coronel”. Y le hablaban acorde a esa máxima militar en la que no se mira a los ojos por mucho tiempo y poco se tiene que explicar cuando unas estrellas se encuentran con unas rayas en el camino.

Cuando llegamos a Barinas fue mi momento. Nos bajamos de la camioneta en la que descubrí que se puede aguantar el dolor de espalda y las ganas de orinar al mismo tiempo. En una estación de servicio había un mini restaurante, al que nos metimos a recuperarnos. Yo estaba desesperado por comer. Todos se lavaron las manos, orinaron, fumaron un cigarro y por fin pasamos a destapar bandejas. Juntamos tres mesas y llegó el momento que tanto esperamos. Comí ese arroz con pollo como si fuera el último pollo, el último arroz y el último plátano sancochado del mundo.

Había llegado el momento de partir, de nuevo. Ese plato ya no existía. Botamos las bandejas, nos lavamos las manos, y nos fuimos. No hicimos ninguna parada sino hasta llegar a Táchira. La tarjeta del señor cuyo nombre no recuerdo (ahora recuerdo que era coronel) estaba tan gastada como nuestras energías. Ya estaba un poco molesto porque el dolor de espalda se extendió por mi coxis y mi cuello.

Nos quedamos en una casa hermosa. Un señor muy amable nos recibió. Algo curioso es que ese señor fue el director de la UNET (Universidad Nacional Experimental del Táchira) el año en el que yo nací. Había un pasillo en su casa repleto de diplomas y reconocimientos; era un excelente cerebro el de ese abogado.

Me bañé, me puse la misma ropa, no la interior, y me fui a cenar con todos. Llegamos a un lugar de comida árabe. Pedimos shawarmas. Unos los pidieron con vegetales crudos y salsa de ajo, la tradicional; otros pedimos la de la casa, que tenía vegetales salteados. Nos sentimos irritados por el exceso de perejil. Lo raro no fue que me llenara con las papas que habían traído para picar antes del plato principal, sino que no podía sacarme de la mente ese arroz con pollo de la bandeja plástica metida en una bolsa con unos cubiertos desechables.

Mientras intentaba dormir para poder descansar y tener bastante fuerza al otro día y rendir en la caminata que tomaríamos al pasar a Cúcuta, seguía pensando en todo lo que estuve pensando antes de llegar a Barinas. En mi mente se despertó una verdad que ya sabía pero que no recordaba…

Esa verdad se manifestó, se hizo cuerpo y se reflejó en los pies descalzos y los ojos rojos que tenían unos y otros, cuando llegamos a la parte donde los carros perdían protagonismo y nuestros acompañantes dejaban de estar con nosotros. El hombre que manejaba se había ido desde que llegamos a Táchira junto con el coronel cuyo nombre no recuerdo. El que nos dio hospedaje en Táchira también nos dijo adiós. Entonces entró otro hombre quien nos condujo por el camino de tierra y riachuelos. En cada paso que daba mi hambre aumentaba, y no recordaba los “pasapalos”, la comida árabe o cualquier otra, porque solo tenía espacio para el arroz con pollo.

Llevaba una maleta al hombro y estaba caminando con mi familia entre personas que hablaban colombiano, caraqueño, tachirense, mixto… Yo tenía tanta hambre como miedo, porque uno de los filtros para llegar a Colombia era uno informal, uno en el que ninguna tarjeta, ninguna profesión, ninguna fuerza física hubiera podido pasar solo ayudaba la lástima. Sí, usamos la lástima para pasar. Dijimos que íbamos a ver a “un abuelo” que ya tenía “metástasis”. Los hombres con escopeta en mano no nos dijeron nada. Solo preguntaron si teníamos equipos electrónicos como tablets o laptops, y yo llevaba la mía en el bolso. Por suerte, la lástima nos ayudó a pasar. Cada uno llevaba solo un bolso con un poco de ropa y cosas indispensables como El arte de la guerra (en mi caso).

Cuando llegamos al otro lado el miedo se fue, el barro se escurrió y el hambre tomó de nuevo el control. Pero no era exactamente hambre lo que tenía. Era nostalgia, nostalgia por ese arroz con pollo que nos hicieron con tanto amor para que pudiésemos aguantar las vicisitudes del viaje. El arroz con pollo que comimos todos: mi tío, mi tía, la mamá de mi tía, mi primita, el chofer, el coronel José (ya recordé). El arroz con pollo que no volveré a comer hasta que pueda regresar a Venezuela… El mejor arroz con pollo del mundo.

Un Londoño con mucha hambre

Hambre de otro futuro


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