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El comienzo de una nueva vida. Por Rachel Contreras


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El 29 de diciembre de 2020 emprendí la aventura hacia mis nuevas oportunidades. Acompañada de mi mamá y mi novio me fui de viaje a Colombia, el plan parecía ser fácil, pues era tomar un bus desde Caracas hasta San Antonio del Táchira, pasar por la trocha y luego decidir si nos quedábamos en Cúcuta unos meses o viajar a una ciudad cercana de Bogotá llamada Sopó. La verdad, si se le comenta eso a cualquier persona seguro no le parecería precisamente “fácil”, pero mi mamá ya había hecho ese viaje varias veces y yo una vez con ella, así que podíamos decir que estábamos acostumbradas.


Desde el momento en que compramos los pasajes del bus nos dimos cuenta de que las cosas no iban a salir como tal como las habíamos planificado. Los pasajes eran mucho más costosos de lo que esperábamos. En enero yo había viajado con la misma línea y pagué $7 ahora el pasaje costaba $30, había subido más de tres veces su precio, pero aun así decidimos comprarlos. Nos daba miedo quedarnos encerrados en Caracas, puesto que mientras más tiempo pasaba el gobierno radicalizaba la cuarentena en los distintos estados del país. Ejemplo de ello era que inicialmente íbamos hasta San Antonio y luego esto cambió y la llegada fue a San Cristóbal, pues a la línea de buses se le había prohibido viajar a las ciudades fronterizas por el aumento de casos de Covid-19 en la ciudad de Cúcuta.

El día de partir llegó. Los tres nos encontrábamos emocionados, aunque con la incertidumbre de lo que podía pasar una vez que llegáramos a San Cristóbal. No sabíamos si realmente podríamos pasar a San Antonio. Pasaron aproximadamente dieciséis horas de viaje en las cuales no pude descansar ni un poco, porque no me encontraba bien del estómago y, como soy tan delicada, aunque paráramos en estaciones de servicios no era capaz de utilizar los baños.

Una vez en San Cristóbal las personas de allí nos confirmaron que no había ningún problema para ir a San Antonio. Por un lado, fue un alivio; por el otro, la preocupación del gasto del traslado, pues solo podíamos pasar en taxi y estaban cobrando unos $50 por viaje. Esto nos inquietaba realmente, porque no sabíamos con qué personas nos íbamos a topar en la trocha y cuánto nos iban a pedir para poder cruzarla. Pero ya habíamos viajado bastante y no nos íbamos a devolver a esas alturas.


En San Antonio, nos iban a dejar en una plaza donde había muchas personas de mal aspecto, nos cayeron como hormigas, prácticamente obligándonos a que los eligiéramos como nuestros guías en la trocha. Al ver esa actitud no fuimos capaces de bajarnos del taxi, sin embargo, tuvimos que pasar un tiempo allí porque habíamos compartido el transporte con una chica que debía quedarse en ese lugar y no tenía el dinero completo para pagarle al conductor. Una vez que el conductor resolvió su problema con ella, le pedimos que nos llevara donde otro “trochero”.


El taxista nos acercó donde un amigo que trabajaba también de guía, esta persona vivía justo al lado de la entrada de la trocha. Allí nos enteramos de que la policía colombiana había cerrado temporalmente el paso, por lo tanto, no podíamos cruzar hasta después de dos horas o más. Después de la experiencia de la plaza no nos quedaron ganas de seguir esperando, así que luego de llegar a un acuerdo con el trochero, entramos a ver si era tanta la espera para cruzar. Algo que quiero destacar es la forma tan peculiar que tenía el guía de llevar nuestras maletas, las puso todas en un saco de modo que quedara como un gran rectángulo, después les pasó una cuerda que tenía una especie de apoyadero donde sorpresivamente iba a ir la frente del señor, es decir, él sostenía todo el peso de nuestras maletas con su cabeza.


Caminamos cerca de diez minutos por calles de tierra en las cuales se veía gente que habitaba de una forma muy precaria en casas de láminas de zinc, gran parte de ellas tenían afuera carteles de cosas que ofrecían, vi varias que me llamaron especialmente la atención, pues vendían pan de jamón. Un poco más adelante visualicé una columna de personas, esperaban para cruzar. En lo que llegamos inmediatamente fuimos amenazados, la persona que decidía quién podía avanzar nos dijo que no podíamos sacar nuestros celulares con la excusa de que si nos veía con ellos los iba a destruir.


Pasaron aproximadamente diez minutos más en los que estábamos preocupados, pues el guía se había adelantado bastante en el camino, luego nos explicó que fue por el peso del equipaje, pero en ese momento pensamos que se podía robar nuestras cosas. Como estábamos rodeados de muchas personas nos manteníamos alerta, allí nos dimos cuenta de que un muchacho nos estaba persiguiendo desde que comenzamos a caminar por la trocha. Por suerte nuestro guía había hablado con compañeros que estaban adelante para que pudiéramos pasar más rápido y así fue, adelantamos a poco más de cincuenta personas que estaban aglomeradas esperando para cruzar.


En el sitio donde estaban sus compañeros había muchas mas personas juntas, algunas incluso sin tapabocas. Yo lo único que hacía era rogarle a Dios para que no nos contagiáramos de coronavirus. En todo momento nos dijeron que tuviéramos mucho cuidado con el virus, pero nunca pensé enfrentar una situación parecida, pues no es secreto que el contagio del virus en Cúcuta había aumentado muchísimo, además de ser una cepa superpeligrosa que hizo que las unidades de cuidados intensivos se llenaran más de un 95%.


Cuando dieron la orden de que comenzáramos a avanzar sentí que mis plegarias fueron escuchadas, avancé con el trochero para no dejar nuestras maletas solas, cabe destacar que iba corriendo y por eso deje atrás a mi mamá. Pude aguantarle el paso solo quince minutos, allí sentí que no iba a poder llevar todas mis comodidades a mi nueva vida. Por suerte detrás de mí venia corriendo Joshua, mi novio, y en ese momento mi salvador; corrió hasta recuperar el ritmo del guía mientras yo lo veía alejarse.


La travesía duró cerca de dos horas en las que cruzamos caminos de piedra, puentes hechos de tablas sobre ríos con una corriente muy fuerte y caminos de tierra que nos dejaron todos los pantalones amarillos. Cada paso que daba me hacia preguntarme si todavía faltaba mucho para llegar, pues cada vez que pasábamos un tramo, parecía que el camino había acabado, pero no era así. Cuando por fin logré ver a Joshua caminando lento supe que ya no faltaba nada para llegar. Lo habíamos logrado, emigrar en pandemia y con las fronteras cerradas no había sido fácil, pero lo logramos. Una vez que lo vi, corrí hacia su lado emocionada, tomé su mano y le di las gracias. Esperamos a mi madre, le agradecí y le di un abrazo, lo mismo hizo Joshua. Era el comienzo de mi nueva vida.

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