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Divorcio a mano armada. Por Anna Cavalieri


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Todos saben que no hay nada más peligroso que dos mujeres con el corazón roto. Y ni hablar si estas son amigas y están pasando juntas el despecho. El reloj en casa de Helena marcaba la 1:42 de la tarde, habían pasado treinta y ocho minutos desde que se habían enterado de la siguiente travesura de los miserables de sus esposos. Helena y María estaban tendidas sobre la cama, llorando desconsoladamente sobre las vestimentas de seda que cubrían desordenadamente sus cuerpos malheridos con el gran pesar del desamor. Enterarse de una infidelidad no es cosa sencilla, de hecho, me atrevo a decir, es uno de los dolores más pesados que conoce el hombre. Las mujeres lloraban y maldecían a diestra y siniestra a esas “zorritas” con las que sabían que sus maridos las estaban engañando. Lo único más presente en la habitación que el sonido de llanto era el resentimiento, el odio y el sonido del ego de ambas al crujir mientras se rompía.

Helena era una mujer preciosa, cabellera como la noche, ojos ámbar y unos labios que terminaban de enmarcar el rostro de una mujer que, como el vino, parecía ponerse mejor con cada año que pasaba, lo que a sus 55 era mucho que decir. Pero si algo tenía Helena que desencantaba a cualquiera era su carácter, demasiado fuerte, con unos celos tan ácidos que todas sus relaciones se habían intoxicado y habían terminado en un inminente fracaso. Helena, por ironía de la vida misma, se encontraba casada con Pedro, un hombre que no solo disfruta de un buen vino sino de cualquier licor que se le cruce por delante con un par de piernas y un escote.

Por su lado, María no era nada agraciada, pero endulzaba a cualquier persona que conocía, lo que tenía de fea lo compensaba completamente con su personalidad. Pero eso no bastaba para Adrián, que tampoco se fijaba nunca en la belleza de las veinteañeras con las que mantenía relaciones casuales en todos esos “Viajes de trabajo”. Y ahí se encontraban María y Helena, llorando desconsoladas por dos hombres que no las merecían, bastó una llamada para enterarse de todo y para que se les desmoronara la vida encima. Pero Helena no permitiría nunca que eso quedara así. Las dos mujeres limpiaron sus lágrimas y se sentaron en la cama a idear su próxima movida. Encontrarlos in fraganti, eso necesitaban. ¿Cómo?, se preguntaban. Hasta que Helena dio en el clavo con la respuesta: La Carlota.

Por su lado, Pedro y Adrián reían, alabando a la vida por darles tanto placer y tanto goce. A las 2:00 de la tarde se encontraban en la oficina del primero, finiquitando los últimos detalles del próximo “Negocio en el exterior” que harían. Se debatían entre Los Roques y Margarita, el avión los esperaba a las 4:30, preparado para salir de La Carlota, a cualquiera de estos destinos. Luego de una discusión muy breve, decidieron que Margarita estaba bien, con cuatro mujeres cualquier destino se veía prometedor y paradisíaco. Hicieron una llamada, para autorizar que el primer avión partiera hacia el destino seleccionado y volvieron a reír, preparados para lo que sucedería pronto. No estaban para nada nerviosos, lo habían hecho mil veces y esta no sería la excepción.

Pedro tenía alrededor de 70 años, un hombre canoso, pero con abundante cabellera, unos ojos azules que probablemente eran la razón de tantas conquistas y los peores chistes del mundo acompañados de la simpatía más hermosa. Esta combinación venía con una gran intuición, la misma que había dictado la corazonada que posiblemente salvaría su vida. Pedro le dijo a Adrián que, para evitar sospechas, mandaran un primer vuelo con las señoritas, apenas legales, que los acompañarían en su breve estadía. El vuelo se preparaba para despegar minutos después de colgar esa llamada. Se hacían las 2:35 y ya todo estaba listo. Por su parte, Adrián esperaría en un bar cercano a La Carlota, como solía hacer siempre. A sus 68 años podía decir que sus únicos amigos eran el whisky y Pedro, pero siempre el whisky iba primero.

A las 4:05, los hombres, con sus maletines y maletas, se aproximaban al avión que esperaba paciente en el amplio aeropuerto de La Carlota. Ambos hombres abordaban el avión cuando escucharon sonidos de disparos y se prepararon para lanzarse al piso. Al voltear a ver de dónde provenían observaron la camioneta negra de Helena, con ambos vidrios abajo, abordada por dos mujeres decididas a vengar sus infidelidades.

Al bajarse del vehículo y descargar casi un cartucho completo en las alas y las paredes del avión, que no tenía la culpa de sus desgracias, notaron que los hombres se encontraban solos. Desconcertadas y gritando por todos lados, con el arma aún en la mano de Helena, exigieron a sus esposos revisar el avión y se sorprendieron cuando estos les dieron el total acceso.

Las mujeres comprobaron por sí mismas que nadie estaba adentro. Avergonzadas, y luego de unas palabras dirigidas a aquellos miserables, se retiraron los cuatro a sus respectivas casas.

Lo que ellos no sabían es que quien les había contado todo era el piloto, así que Helena y Carmen esperaban que, por su propio bien, las cuatro mujeres tuvieran suficiente dinero para pagar un avión de regreso a Caracas.

Las dos amigas se vieron pocos días después del incidente, otra vez en casa de Helena, para llorar, pero de la risa. Con el divorcio en una mano y una copa de vino en la otra.

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