Devotas. Por Sofía Cohén.
- ccomuniacionescrit
 - 17 sept 2020
 - 4 Min. de lectura
 
En pleno siglo XXI las luchas sociales tienden a ser absorbidas por campañas ideológicas. Se tiende a confundir la tolerancia con una posición en el ámbito político, y no con una simple manifestación de humanidad. Comencé a comprender que algunas desigualdades iban más allá de pensamientos doctrinarios, a medida que crecía en un colegio extremadamente católico.

Mi cuerpo
A los doce años me graduaba de lo que para aquel entonces ingenuamente consideraba ser el fin de mi niñez: la primaria. Allí estaba yo, sintiéndome toda una mujer, lista para remplazar el blanco por el azul claro, los lazos tricolores por las cintas monocromáticas y el impecable uniforme por la rebeldía de la falda “corta”, inocente de que el extenso debate contenido en esas comillas se prolongaría años después mucho más allá de las paredes de mi colegio, pasando de la boca de una profesora a la de un juez, como defensa de un crimen.
El último día de 6.° grado no era la única en querer celebrar ese pasaje. La mejor alternativa disponible era copiar a las promociones de los años anteriores, tomando la iniciativa de organizar una batalla de agua en el patio principal. Lo que comenzó siendo una actividad que habría tenido que representar un pasaje de la niñez a la adolescencia, y por ende, un incremento de libertades y responsabilidades, se convirtió de todas maneras en una posibilidad de prohibición. Shorts por debajo de la rodilla junto a una camisa, no una franela: un uniforme y no una recomendación, porque hasta el horario no escolar tenía que ser reglamentado. Si hubiese sabido las infinitas veces que en el futuro sería penalizada por salir mostrando mis piernas y hombros, ese día no hubiese temido desacatar las normas.
Mi rol
A medida que mis años de bachillerato transcurrían, empezaba junto a mis compañeras a rellenar tests vocacionales, a leer páginas universitarias y a desplazar aquel collage irrealista que había presentado como mi proyecto de vida en quinto grado por una panorámica de en lo que podría, eventualmente, convertirme. Quién era y qué podría ser no eran interrogantes a las cuales encontraba respuesta en mi incomprensible clase de Filosofía, la cual parecía más un ejercicio de memoria que de análisis.
Como adolescente privilegiada, estudiante de un colegio exclusivamente de mujeres, mis preocupaciones se limitaron por algunos meses a imitar las figuras principales que formaban parte de mi vida cotidiana. Cuando empecé a prestar más atención a sus palabras, con la intención de adquirir lo que para aquel entonces creía aprendizaje, comencé a sentir incomodidad. El término más repetido era “rol”, rol de la mujer, rol del cristiano; rol en la familia, rol en la sociedad, rol en el colegio: como si nuestra entera existencia se limitara a una finalidad y no a un procedimiento.
Las profesoras pronunciaban constantemente discursos vinculados al deber (no derecho) de la maternidad, y a la importancia de una vida basada en sacrificio, no laboral ni educativo, sino social. Así, crecíamos encerradas en barrotes de jerarquías y sus respectivas funciones, jaulas donde la libertad de la mujer terminaba en su voluntad de no ser (madre, esposa o devota).
Mi responsabilidad
Aún no logro comprender cuáles aspectos me molestaban más sobre la imagen de la mujer que mi colegio tendía a difundir. Parecía impresionante como un entero sistema educativo había sido puesto en pie por mujeres que no confiaban suficientemente en su proprio juicio para ir más allá de las doce frases escritas sobre un lienzo de la recepción del colegio.
“No cometerás actos impuros”, una oración que en 3.°, 4.° y 5.° año había significativamente desplazado el famoso “honrarás a tu padre y a tu madre” que en 2.° grado nos había mantenido constantemente en la cola del confesionario durante la mitad de la misa de los martes. Éramos adolescentes, y el término “impuro” generaba tantas dudas como “rol”, “logaritmo” y los seis casos de declinaciones en latín. Era una palabra de libre interpretación, que de “libre” no tenía nada.
Mi amiga Andrea se preguntaba si sería pecado tener relaciones con su novio, y no mentiré diciendo que por eso dejaba de hacerlo, pero con una gran porción de culpabilidad que ocupaba el espacio que solo el amor recíproco debería habitar.
Camila besaba a personas distintas cada fin de semana. A diferencia de Andrea, ella no cargaba remordimientos, mas sí críticas de todo el personal administrativo. Fabiana no hablaba de su sexualidad en público, ella lo definía como “elegancia”, hoy yo puedo con certeza afirmar que se llamaba “miedo”.
En todas nosotras abundaba incomodidad hacia nuestra innata índole sexual, como si ella nos alejara de la ética en la cual nuestras familias habían invertido. Esa fue la hipótesis que mi amiga Carolina comprobó cuando se difundió una conversación íntima que había tenido. Carolina no recibió ese año ninguna premiación académica, no obstante su desempeño. Lo que inocentemente habríamos definido como una coincidencia no lo fue, como lo confirmara la profesora María Alejandra un año después: “la excelencia es un estado al que las otras alumnas deben aspirar. No pudimos premiarte, porque en tu vida privada tú dejaste de ser un ejemplo a los ojos de las demás”. Carolina sintió la culpa de Andrea, el reflector de Camila y el miedo de Fabiana; tenía solo diecisiete años, pero había entendido que en esas paredes no podría aspirar a convertirse en la persona que quería, porque su género hablaba de ella más fuerte que su propia voz.




Comentarios