Desesperanza desaprendida. Por Jorge Kuffaty
- ccomuniacionescrit
- 7 feb 2022
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 29 jun 2022

Es bien conocida la historia del elefante. De pequeño, ataron una de sus patas a un tronco de madera que él no era capaz de derribar. El elefante no lo sabía, así que lo intentó, lo intentó muchísimo. Todos los días lo intentó hasta que aceptó que era imposible: nunca iba a poder reventar la cuerda. Pasaron los años y el elefante creció, tanto que con solo dar unos pasos hubiera quedado libre, pero tenía la certeza de que no era posible, ya lo había intentado demasiadas veces. No lo intentó. Ese elefante murió atado al tronco. Así es la desesperanza aprendida. Ya la hemos estudiado, sabemos que es una condición de todos los seres humanos. O quizá no de todos.
I
No es extraño ver mujeres sufriendo en el Instituto de la Mujer del estado Aragua, muchas mujeres neuróticas han caminado esos pasillos, pero allí nunca habían visto a alguien como a Morella: confusión, desesperación y cansancio se mezclaban en su rostro, casi cubierto por su pelo negro enmarañado. La mujer, que aparentaba unos cincuenta, parecía la más loca de todas, pero, fijándose bien, era sencillo saber que no lo estaba. Las primeras dos personas con las que habló no se molestaron en escucharla. No así la tercera, Mariana. Se esforzó por entenderla, pero entre los sollozos no se distinguía nada que tuviera sentido.
—Mi nombre es Morella —dijo cuando logró hacerse entender.
No dijo su apellido, tampoco hizo falta. Morella era casi una leyenda: la muchachita que se escapó de su casa con 17 y nunca volvió. La de la mamá que nunca dejó de buscarla pues juraba que su hija estaba viva. Muchos decían que era obvio que estaba muerta. Otros, incluida la mamá de Mariana, aseguraban que Morella estaba más que viva, solo que no quería ser encontrada.
Su mamá tenía razón. Morella volvió, y preguntó por la única dirección que recordaba: su casa en Valencia, de la cual su madre se negó a mudarse. Volvió, pero era muy tarde para ver a su mamá. Ocho años muy tarde. La recibieron sus sobrinos, que no la habían conocido. Fueron a buscarla, la llevaron a casa y le dieron todo el apoyo que necesitaba mientras se adaptaba a un mundo completamente nuevo.
—Todo está bien, ya pasó —le decían. Como si esas tres décadas se pudieran recuperar, como si pudiera dejar atrás todo lo que vivió.
Morella entendía lo que querían decir, y sí, de cierta manera, ahora todo estaba bien.
II
Estaban las llaves sobre la mesa. No eran las mismas que las de las últimas veces; quizá estas sí abriesen la puerta. Morella tenía claras sus opciones. Si no lo intentaba, debía seguir con la vida que llevaba, aunque no fuera mucha vida. Si las tomaba y no lograba abrir, se repetirían los golpes de la última vez; que no eran golpes de los de todos los días. Habían pasado años, muchos, pero no era una situación difícil de recordar. Esta vez quizá sería peor. Mathías se aseguraría de que no le quedaran ganas de intentarlo por cuarta vez.
Pero tal vez las llaves sí abrieran la puerta. No era muy probable, pero no era imposible. Entonces, ¿hacia dónde correría? Morella lo sabía: el Instituto de la Mujer del estado Aragua. Decidió muchísimo tiempo atrás que ese sería el lugar al que iría si escapaba, había escuchado sobre él en la radio; en ese lugar le creerían. Tenía que tomar una decisión rápida, si Mathías regresaba, probablemente nunca volvería a ver esas llaves.
Se levantó. Caminó hacia la mesa y tomó las llaves; eran cuatro. Temblando, se acercó a la puerta. Intentó con la primera: nada. La segunda: nada. La tercera… fue la tercera. Abrió la puerta y comenzó a correr. Corrió por minutos que se sintieron como segundos. Morella era libre. Ahora solo tenía que ir a buscar a su mamá, estaba segura de que la estaba esperando.
III
Por las noches, la habitación era completamente oscura; no se podía ver nada. Morella pasaba todo el tiempo sola. Prefería estar sola. Que Mathías estuviera nunca significaba nada bueno. Era mejor la compañía de la radio, o la de sus pensamientos, que ya se le estaban acabando. En lo que más pensaba era en ese día, cuando decidió huir con Mathías, recordaba el momento en el que cambió el camino hacia la escuela por el que lleva a la terminal; recordaba mejor cuando, una vez allí, él le mostró su pistola y cambió su vida para siempre. Hubiera hecho cualquier cosa por él; estaba enamorada. Demasiado enamorada para escuchar los consejos de su mamá…. El daño que le hizo a ella, en eso también pensaba muchísimo: ¿será que creía que decidió no volver? No. Ella sabía. Su mamá sabía que ella querría volver. Siempre llegaba a esa conclusión; no porque realmente la creyera, sino porque era más fácil vivir con ella. Si no iba a poder salir nunca de allí, era mejor creer lo que la mantuviera tranquila. Y no iba a poder salir nunca de allí.
Al principio no se cansaba de gritar, golpear las paredes, la puerta; resistirse a los intentos de Mathías de tomarla a la fuerza. Con el tiempo, entendió que no tenía sentido seguir desgastándose.
Fue concretamente esa noche. Dejó sus pulmones en sus gritos y alguien la oyó, pero cuando llegó la policía ya estaba Mathías en casa. Se quedó paralizada. No se atrevió a decirles nada. Actuó como si fuera su esposa y todo estuviese bien. Los policías se marcharon, Morella recibió los golpes y supo que nunca tendría el valor de salir de allí. Sabía por qué, lo había estudiado: la desesperanza aprendida es una condición humana.
IV
—Morella, levántate. Se va a enfriar la comida —escuchó a su madre gritar en la cocina.
Estaba lista, pero le costaba levantarse del mueble. Era el día. Morella no quería irse de Valencia, tenía apenas diecisiete años; no quería hacerle eso a su madre. Pero, por otro lado, todo era su culpa. Si ella hubiera aceptado a Mathías desde el inicio, él no sentiría la necesidad de escaparse para estar juntos. Era mayor, sí, pero la quería muchísimo. Era el amor de su vida, y si su mamá no podía entenderlo por las buenas iba a tener que hacerlo por las malas. Igual no era como si se fuera a ir para siempre, volvería cuando su mamá accediera a dejarla estar con él.
—Adiós, ma. Te amo —le dijo, intentando esconder los nervios.
—Suerte, mi vida. Te amo más. Que Dios te bendiga.
—Amén.
Morella le dio la espalda y comenzó a caminar. No pudo evitar dejar caer unas lágrimas. Cuando estaba un poco más lejos. Escuchó la voz de su mamá.
—¡Morella! ¿Qué quieres almorzar hoy?
No le respondió, actuó como si no la hubiera escuchado. No quiso arriesgarse a que su mamá la viera llorar o lo notara en su voz. Siguió caminando.
Al llegar a la encrucijada, se detuvo un momento. Hacia la izquierda iría a la escuela. Si iba a hacerlo, tenía que cruzar a la derecha.
Qué estaba pensando, claro que iba a hacerlo. Retomó su camino. Cuando llegó, él ya la estaba esperando, la recibió con un beso.
—¿Lista? —preguntó él.
—Lista.




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