De víctima a victimario. Por Mariana A. García C.
- ccomuniacionescrit
- 19 jul 2021
- 2 Min. de lectura

Lo único que retumba en mi mente es el sonido de ese disparo ensordecedor. Pensé que esto iba a ser una salida fácil a todos mis problemas. Estoy totalmente consciente de que mis actos resultan incomprensibles para muchos. Por muy insensato que pueda parecer, la culpa carcome mi alma y cada trozo de mi ser. Por eso, decidí confesar todo lo que sabía, ni en mis peores pesadillas imaginé que terminaría siendo como mi padre.
Desde que tengo uso de razón, pude divisar en mi futuro innumerables tragedias que me marcarían de por vida, pero nunca imaginé una tan lamentable como esta. Nací en el seno de una familia sumamente humilde, donde los valores que se me inculcaban eran escasos, esto no resulta tan descabellado al conocer a mis progenitores: mi madre, una mujer pequeña, regordeta, tímida e inteligente que vivía amordazada por los maltratos constantes de mi padre; un hombre alto, fornido, moreno con el único talento de dañar a cada individuo que se le cruzara en su camino. Pero yo era diferente, mi sueño era convertirme en abogado para así combatir injusticias como las que había visto a lo largo de mis 18 años, deseaba proteger a las mujeres como mi madre y encarcelar a hombres como mi padre.
Él odiaba cada aspecto de mí, desde mi fragilidad hasta mi deseo de cambiar el rumbo de mi vida; el día que lo vi corriendo, ensangrentado, con un arma en las manos, entre estridentes sirenas policiales, decidí tomar las riendas de mi vida y alejarme de ese nefasto mundo, pero mi propósito duró poco.
Cuando recibí mi carta de admisión a la universidad, vi una luz de esperanza para mi futuro. Al comentárselo a mi padre esbozó una sonrisa maquiavélica y me miró con tal desprecio, que me congeló la sangre. Me dijo que para poder ganarme su respeto debía acompañarlo a una reunión de amigos. Yo no quería ―tenía un mal presentimiento―, pero igual accedí ―sabía que tenía que pagar un precio por mi libertad. Me dormí en el camino. Al llegar al lugar, a causa de la penumbra nocturna apenas podía vislumbrar algunas siluetas que se perdían en la maleza. Al bajarme del carro, vi a cuatro personas arrodilladas. Podía sentir el miedo que emanaban las cuatro víctimas, como un cervatillo al escuchar un cazador. Mi padre me dio un arma y me ordenó disparar, la tomé y disparé, sin saber que le estaba quitando la vida a los hermanos Faddoul.
Historia basada en https://elpais.com/diario/2006/04/06/internacional/1144274413_850215.html




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