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Cultivando mi paciencia. Por Adriana Pescoso


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Creo firmemente, y desde una edad bastante temprana, que hay que enfrentarse a los miedos cuanto antes. Todos le tememos a algo, lo importante es que esos temores no te frenen, que, aunque estén presentes, estos no sean un límite.


Cuando tenía cuatro años, en la playa con mi familia, una ola inmensa me revolcó. Sin saber nadar y sin hallar la manera de subir a la superficie y respirar, me ahogué y quedé inconsciente. A los minutos mis padres pudieron encontrarme, me sujetaron, me sacaron del agua y gracias a ellos y un paramédico que ahí vacacionaba, lograron que expulsara el agua que se encontraba en mis pulmones y volviera a respirar. Poco a poco fui despertando y recobré la conciencia. Lo más loco de todo esto es que lo primero que les dije a mis papás después del acontecimiento fue que quería aprender a nadar.


Unos meses después, y luego de repetirles mi anhelo en reiteradas ocasiones, me inscribieron en clases de natación cerca de mi casa y con el tiempo, con el pasar de los años, me di cuenta de que nadar era mi pasión.


Lamentablemente, esos años, a pesar de que fueron grandiosos, los pasé la mayor parte del tiempo internada en una clínica. Desde que nací fui muy complicada de salud, pero algo más estaba pasando conmigo, algo bastante grave que me tuvo en varias oportunidades dependiendo de una máquina para poder respirar. Tras consultar la opinión de una amplia lista de médicos y muchos exámenes, dieron con la causa de mi malestar. Era alérgica al cloro, y la única solución que tanto mi médico como mi mamá encontraban viable era que abandonara mi deporte y evitara estar en contacto con ese producto que utilizan con gran frecuencia para hacerle mantenimiento a las piscinas.


Estuve meses sin nadar, atravesé situaciones que agravaron mi condición de salud notablemente, caí en una fuerte depresión, y ahí fue cuando mi mamá se dio cuenta de que esa, en absoluto, era la opción más viable para mí. Consultamos con mi médico y otros especialistas la probabilidad de seguir mis entrenamientos con alguna clase de tratamiento para controlar mi fuerte alergia. Estuve algunos años probando diferentes medicamentos que existían y sufriendo los efectos secundarios de cada uno de ellos, me sentía como una drogadicta, el 75% del tiempo estaba dopada y mi reto era seguir mi vida de atleta, de estudiante, de adolescente como una persona normal.


Mi rendimiento al entrenar o hacer cualquier cosa era pésimo. Los efectos secundarios chocaron con otros problemas de salud que ya tenía, y todo ocasionó un efecto de bola de nieve, nuevamente vivía en la habitación de una clínica. Tras dos años de mucho esfuerzo y cultivando mi paciencia dimos con el medicamento indicado: un antialérgico que no era tan nocivo como los demás, con casi todos los efectos secundarios que ya me producían los otros, pero sin sentir tanta debilidad. Por más ilógico que suene, ese era mi sueño, de esa manera podría entrenar de forma más eficiente y lograr mis objetivos como la atleta federada que ya era para ese momento.


Nadé durante doce años de mi vida y me retiré hace un par, con la frente en alto, en paz, muy feliz y agradecida tras alcanzar todas las metas que me propuse, llevándome conmigo la medalla de atleta destacada del año y miles de momentos increíbles, momentos en los que no solo hubo alegría, sino también lágrimas, dolor y sangre. Tuve que someterme a varias operaciones por ciertas complicaciones. Siempre temí que todo empeorara al punto de no retorno, pero más miedo tenía de rendirme con algo que era tan importante para mí, pensaba que, si lo hacía, era porque no tenía la capacidad para lograr nada en esta vida.


Esta vez, soy yo la persona a la que admiro. Es mi historia la que me inspira, la que me ayuda a seguir adelante y me demuestra que puedo lograr lo que sea, que puedo lograr todo lo que me proponga, sin importar que me digan que no es para mí.


Por eso escribí esta pequeña historia, porque quiero que cada persona que la lea sienta que con su esfuerzo puede alcanzarlo todo.

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