Cuentas de Empresas. Por Daniel De Alba
- ccomuniacionescrit
- 18 ago 2021
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 23 ago 2021

La presencialidad se está retomando en todos lados y yo estoy necesitada de ropita. Mientras más rápido la obtenga, mejor.
@tatipaezloca > Explorar > r-e-t-a-i-l-c-h-i-n-a-c-c-s > @retailchinaccs. Qué feed tan lindo, pienso. Deslizo un dedo hacia arriba, con delicadeza: No me gusta... Eso no me queda… Qué color tan feo… Qué tela tan fea… Qué cosido al borde de la tela, tan niche… Parece de hombre… Esta. Sí, qué bella. Me voy a los DMs: “Cuanto por este conjunto?”. “Buenas tardes. ¿Es una pregunta?”. Obvio, estúpida. Borro el mensaje: “Claro. Cuanto es”. “No se notó, Tati”; emoji de guiño. Me corrige la interrogación. ¿Qué se cree? Por algo está de community manager. “Escríbenos a este número: wa.link/4grt46”, dice. Se desconecta el imbécil. Porque es un él. Ya lo vi todo. Clic.
Este chat es con una cuenta de empresa. Toca para obtener más información.
Un mensaje mío. “Hola”. Tipeo un “buenas tardes, quisiera pregunt...”, pero lo borro porque responde al instante. “¿Tati?”. Qué creepy. Pide perdón. Pobre. Ocho mensajes suyos. Diez. Procedo a bloquearlo. Hay un mensaje no visto. “Me gustan tus reflejos”. No puedo evitar llevar por encima de la oreja, uno de mis nuevos mechones decolorados. ¿Me sonrojé? Bah. Ponte dura. ¿Qué viene luego? ¿Dársela al que te lanzó besos de grasa de empanada, desde las alturas de su camión? Epa, hey, no exageres. Sigue hablando. “Nosotros trabajamos por paquete. Selecciona más artículos”. Coño. “Aunque…”. What?“ Podemos hablar en privado de esto, mejor. Vamos a Granier, Tati”. Acabo de conocer al sujeto. No sea guev-- “¿Dónde nos vemos?”, le envío. ¿Qué puedo hacer? Temporada Leo. Y de paso, una pandemia y un paro universitario. Algo hay que hacer para salir de este letargo. Add to contacts > First name: C-u-e-n-t-a > Last name: d-e E-m-p-r-e-s-a > Cuenta de Empresa.
Suelto el celular. Él entra sin cajita en la mano, esta vez. Me encojo de hombros. Apuesto a que el tiempo que tiene sin dormir es el mismo que yo llevo buscando un perfil andino como el suyo. Epa, ¿qué pasa? Al grano. No caigas, chama. ¿Qué es, pues? Tomo mi teléfono, lo desbloqueo, paseo por todas las apps hasta que él levanta la voz. “No te pusiste el blusón”. Se dio cuenta. Me río. Bloqueo el celular. “Sí, es que solo combina con el short”. Veamos si caes, pajarito… “Me acompañas a buscarlo. Es por aquí cerca”. “¿Tu casa?” “Sí”. Obvio. Mira como se inquieta su dedo índice. “Ay, no sé...”. Hazte la dura. “Voy a pagar, ya vengo”, dice. Astuto. Ansioso. Este tipo no pierde tiempo.
La cama es la superficie menos cálida del cuarto. Qué raro. Hace minutos estábamos en mutua ebullición. ¿Dónde quedó mi teléfono? Nadie lo lanzó. Los shorts sí sé que quedaron en el pasillo, al lado de las cenizas de la doña. Ya va. Párate. Piensa. Llámate. ¿Con qué celular te vas a llamar, si él acaba de salir? Acaba de salir. ¿No será que lo agarró? Coño, coño. ¡¡Vamos, piensa!! Llegamos... Lo agarré... Lo vi... Mis manos estaban en su cuello. Mi pelvis, en su quijada. ¿Qué hice con el celular, mientras mis dedos le jalaban del cabello? ¡No sé! ¿No será que lo agarró? Qué sucio de su parte. Sucio. El pote. ¡El pote de arroz chino! Claro. Estuve boca abajo y no tenía donde ponerlo. A ver. Ajá, allí está. ¡Ay, guácala! Voy al baño, humedezco una toalla, se la paso por la pantalla. Toallita. Me quedan como dos, ¿verdad? Sí, sólo dos. Son las tres, apenas. Cuatro y dos de la tarde. Lugar: el umbral de la puerta. ¿No piensa llegar? Abro. Sorry. No vale. No es tan chimbo. Fue una buena inversión.
Suena el teléfono. Vuelve. Y vuelve. Y vuelvo a mutearlo. “¿Llegaste bien?”. Sí. Excelente. Segunda semana. El mismo mensaje, por tercera vez. “¿Cuándo nos volvemos a ver?”. Qué sé yo. Cuando te lleguen prendas nuevas. “La pasé muy bien”, dice al mes. “En serio”, lo reafirma a la hora. “Es más. Mira esto”. Ah, pues. Envía una lista de reproducción. Escuchó la primera canción. Nefasta. “No puedo dejar de escucharla”. “Mmm”, escribo, aunque no estoy siquiera pensando. Según, con esa canción, “caí”. Ni recuerdo. “Qué bien”, tipeo con los dedos adormilados. “Es nuestra canción. Escúchala”. “Sí”. “¿Qué significa eso?”. “Nada. Tengo sueño”. Se duerme. Digo yo.
Ponte, ponte, en el murito de colores”. Clic. “Una con tu hermano”. Clic. “Una con Gladys”. Clic. “Otra con tu tía Gladys”. “Ya me tomé dos”. “Tómate otra, te digo. Que ella te cargó y ahora se va del país”. Clic. Las manos empiezan a rascarse los ojos. Dos o tres cabezadas mortales. ¿Cuántos adultos hay aquí? Vamos, vamos, que ya es tarde. Bueno. Ni tanto. ¿Será que está despierto? A ver… Papá, en línea > 9:12 pm: “Hola papá. Bendición”. Anexo la foto con mi supertorta. Qué bellos los de @css.cakes.for.u, debo etiquetarlos en las stories. 9:39 pm: “Papá mira la torta que nos comimos”. 9:54 pm: “Estaba buena”. 10:09pm: “Le echaron granola, como te gusta”. Me pongo el pijama. Reviso. Nada de nada. Me quito la pijama. Busco la ropa que me quité. Apps > Camera > Clic, clic. 10:21pm: “Esta fue con la ropa que me compré jajajaja”. Mando la foto. Tarda. 10:54 pm: “El short se ve cortito, pero es chill”. Me río para mí. Llevo el celular a la boca. Veo al techo. Vuelvo al chat: Papá, en línea. En línea. Seis mensajes. Ya no veo la hora. 11:34 am: “Tati. Me escribiste al número de la empresa. Allí solo hablo de trabajo”. “Ok”; emoji de edificio de empresa. Dos emojis. Es una gran compañía. “¿Viste la torta?” Papá > En línea. Dos mensajes más, suman ocho. Subo con la punta del dedo, el resto de la conversación. Son diez. Mentira, diecinueve. Veinticuatro. Mi edad en mensajes sin responder.
Agarro el teléfono para ver una serie y leo su nuevo mensaje. “A mí, sí me gustó”, dice mi stalker. Quedo helada. Lo bloqueo de todas partes. Lanzo el teléfono por el balcón, sin dolor. Me quedo en la cama el día entero. Me asomo. ¿Sabrá donde vivo? Le escribo a una amiga por Facebook. Un “te lo dije”, seguro. Mi mamá entra para saber de mí. Que me duele el vientre; que no sé qué; que no es COVID. Pregunta por el conjunto. Le digo que usé el sueldo del freelance. Mi hermano aparece con nuevas sandalias de marca. Ya las rompió. Se asoma para dejarme la pasta de hoy. Se va y le llega una notificación. Me asomo. Es nuevo, ninguna raya. Tiene un botón más chiquito que el otro. Es como medio curvo. Se retira. Lo llamo con un grito.
“Buenas tardes”. “Buenas. Bienvenida a TecnoPlaza”. Qué nombre tan trillado. Con razón me costó conseguir la cuenta. “Cuánto por este celular?”, digo enviando la foto del modelo más avanzado. “Depende”. “Ah, sí?”; Emoji misterioso. Me llega otro mensaje. Un número de teléfono. Lo agrego con una letra equis, para que no quede así, todo feo, en número. En línea. “Al grano. Cómo te llamas?”. No dice nada. Me meto en su perfil de WhatsApp. Tiene cara de vasco. Pelo de baba y todo. Este chat es con una cuenta de empresa. Toca para obtener más información. Con esto me basta. ¿Qué puedo perder? Nada. Ahora el futuro es incierto. Al conocer la KN95, descubrimos que ya no hay tiempo de sobra. “A ver, Cuenta de Empresa. ¿Qué servicios tienes para ofrecerme?”.




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