Cuarenzuela. Por Karina de Acevedo.
- ccomuniacionescrit
- 14 oct 2020
- 6 Min. de lectura

Si ya es complicado vivir la cuarentena, imagínensela en un país donde la recesión económica es gigante, los servicios básicos empeoran cada vez más y los problemas políticos son mayores.
Muchos se preguntarán de dónde viene el término “Cuarenzuela”, pues no es más que la palabra cuarentena combinada con Venezuela. Hoy conocerán un poco más de esta situación, desde mi perspectiva.
Doce de marzo de dos mil veinte, era el cumpleaños de mi mamá. En los venezolanos, surgía preocupación, en unos casos, e indiferencia, en otros, por un virus que se asomaba en las fronteras. Abundaban comentarios como “ese virus no va llegar”. El coronavirus era el tema de conversación para muchos. Ese doce de marzo era la última vez (al menos por mucho tiempo) que comería en un restaurante. ¡¿Quién lo iba a decir?!
Al día siguiente explotó la noticia en cadena nacional: “Confirmados los primeros casos de coronavirus”. Nuestros días cambiarían, pasando de lo normal a lo extraño. Incrédula, pensaba en la imposibilidad de que el virus (ahora pandemia) hubiese llegado, pero al salir de mi casa sentí que el miedo avanzaba en mi interior.
Camino al trabajo de mi papá me encontré con muchas personas que en sus caras tenían aquel poliéster sobre sus bocas, que solo dejaba a la vista sus miradas. Mientras mi hermana y yo contábamos cuántas personas tenían tapabocas, llegamos al este de Caracas y pudimos ver cómo algunas calles que los viernes por la noche siempre estaban llenas de personas, ahora lucían desoladas. Cuando entré al negocio de mi padre, me percaté de que quienes aún no portaban tapabocas miraban mal a los que sí; y pensé “estos deben creer que son exageraciones”. ¡Hasta yo llegué a creerlo! También había gente comprando comida por pacas, desesperada, como si el apocalipsis zombie fuese a llegar y sus casas serían el bunker en donde se resguardarían. ¿Quién iba a imaginar que aún faltaban largos meses y que muchos perderían la esperanza de que el encierro terminara este año? Pues yo soy una.
Los días pasaban y mis vacaciones de fin de semestre se extendieron, pero encerrada en casa. Ya no aguantaba más ni sabía qué hacer, puesto que puse al día todo lo atrasado. Se acercaba el inicio de clases en la universidad y la única opción era cursar un semestre virtual. No estaba muy convencida; sin embargo, el hecho de atrasarme me disgustaba, no quería sentirme como muchos estudiantes de las universidades públicas se sienten en este momento.
Comencé el semestre en abril. Y si antes odiaba la monotonía de mis días, ahora más: levantarme, ver clases, leer documentos, comer, hacer tareas, hacer oficio, comer, seguir con las tareas, entregar tareas, comer y dormir. Todo eso multiplicado por cinco días a la semana y, en algunas oportunidades, por seis, debido a la cantidad de asignaciones. No parecía ser un semestre tan complicado, al contrario, estaba obteniendo buenos resultados… Hasta que el servicio de internet empezó a fallar imposibilitando la entrega de algunas tareas e impidiendo que viera algunas clases. Estrés, frustración e indignación, eso sentía al pensar que un servicio tan básico y eficiente en otros países fuese paupérrimo en mi país. ¿Cómo poder con una educación a distancia si las condiciones son tan adversas en Venezuela? ¿Cómo estudiar a distancia si hay personas que ni siquiera tienen equipos para que las clases online sean una opción? En este país contar con internet es casi un milagro y solo por eso se es muy afortunado.
Mientras aprovechaba la intermitencia de internet en algún tiempo libre, veía en las redes sociales que muchos se encargaban de limpiar sus hogares mientras proseguía la cuarentena, incentivaban a quedarse en casa y aprovechar el tiempo en tareas para las que antes no había ni un minuto. Así, mi ama de casa interior salió a la luz dentro de tanta oscuridad. Me animé a limpiar, recogí una cosa por aquí y otra por allá. Cuando llegó el momento de lavar, los grifos estaban secos como el desierto de Sahara. ¡No había agua! Los platos y la ropa sucia crecían. Recurrimos al método de los “tobitos”: tobito para fregar, para bañarse, para deshacerse de los residuos en la poceta. Las llaves estuvieron abiertas por días, esperando; y cuando las tuberías empezaron a producir sonidos, se escuchó el grito de mi mamá: “¡Llegó el agua!”. Recuerdo que de pequeña el único grito que pegaba mi mamá era cuando llegaba el agua que provenía de las nubes y debíamos correr para que la ropa no se mojará. Las cosas cambian, ¿no? Y en este país muchas cosas han cambiado para mal.
A causa de tanto tiempo encerrados en la casa, la comida empezó a agotarse; también el dinero. Mi padre, la columna económica de mi hogar, debía empezar a trabajar. Como si no fuese poco exponerse al Covid-19 que rondaba por las calles, vino otro problema: la falta de gasolina. El recorrido al trabajo de mi papá es de aproximadamente unos diez kilómetros y el consumo de gasolina por ida y vuelta es bastante alto, probablemente un tanque full de gasolina duraba una semana si el recorrido es directo, sin desvíos. Como muchas calles de la ciudad fueron trancadas, tomar “caminos verdes” era la única opción de mi papá para llegar a su trabajo (lo que es igual a más consumo de gasolina).
Un día, cuando llegó a casa, su rostro denotaba tristeza y preocupación: “Papi, ¿y esa cara?” -le pregunté-. “No tengo gasolina y no sé si mañana podré ir a trabajar”. Volví a sentir impotencia y frustración. Esa noche mi padre se fue con una bendición, tapabocas, antibacterial, una comidita y café a las filas interminables que había; tenía la esperanza de poder echar gasolina.
¿Cuánta vida le está siendo robada a los venezolanos? ¿Qué más nos van a arrebatar y cuánto tendremos que soportar? Varias noches el trasnocho acompañó a mi papá hasta que por fin pudo echar gasolina; ciclo que se repitió cada vez que se le acababa.
Una de las experiencias más locas y arriesgadas que he tenido (no me culpen, eso pasa cuando llevas tanto tiempo encerrada) fue cuando después de casi cuatro meses sin ver a mi pareja decidí visitarlo sorpresivamente por nuestros siete meses de novios (no hubiese sido un problema mayor si él no viviera tan lejos de donde vivo yo). Al salir, mi piel de Gasparín sintió placer por tanto tiempo sin recibir la luz directa del sol. Sentir la brisa y respirar aire (aunque llevaba un filtro de tela que cubría mi boca y nariz) fue una de las sensaciones más simples y satisfactorias experimentadas en mucho tiempo; extrañaba mucho salir. Decidí bajar a Guarenas, el trayecto fue muy sencillo, solo una pequeña tranca y algunas dificultades en la vía. Pasé un día increíble con él y su familia, nos divertimos y por un momento sentí que el estrés de las clases virtuales, la frustración por las carencias que padecemos los venezolanos y una pandemia que parecía disminuir en otros países y aumentar en el mío desaparecieron por veinticuatro horas. Cuando ya me tocaba partir me di cuenta de algo: no tenía suficientes bolívares en efectivo para subir a Caracas, solo contaba con cinco dólares. No me preocupó pagar en divisas, ya que en Venezuela se ha normalizado tanto su uso que pronto se convertirá en moneda nacional. Al entregar el dinero, el conductor me advirtió “Coye, no sé si tenga cambio”. Al final lo consiguió y nos encaminamos a la gran ciudad en lo que parecía una carrera de obstáculos por todas las alcabalas que había. En la primera nos detuvieron. Un oficial se sube y pregunta: “¿Todos tienen salvaconducto?”. Yo, despistada, había olvidado por completo ese detalle. Mi nerviosismo me hacía sudar cual si tuviese síntomas de fiebre; sin embargo, las técnicas de coqueteo a veces funcionan.
Un par de alcabalas más y, cuando la camioneta llegó a La Urbina, estaba feliz de haber llegado a Caracas y de saber que desde allí podría resolver e incluso caminar a mi casa, a pesar de que el trayecto era largo. Comencé mi caminata, disfruté de lugares que tenía meses sin ver y conseguí una camioneta en Chacaíto que me dejó en la puerta de mi casa. Si bien el camino fue una odisea, valió la pena disfrutar de un día diferente.
Cuando escribo esta historia hay 16.571 casos confirmados en mi país y 2.053 en mi ciudad. Me preocupa el hecho de contagiarme, pero más me preocupa que este nuevo estilo de vida se vuelva mi “normalidad”.




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