Cuando nadie ve. Por Alejandra Alfonzo
- ccomuniacionescrit
- 12 mar 2021
- 4 Min. de lectura

Ser venezolano implica muchas cosas: salir a la calle sin objetos de valor, agarrar el bolso bien fuerte cada vez que se entra al Metro de Caracas, llevar un teléfono de poco valor para comunicarse sin el riesgo de que se lo roben, tener un plan B en caso de que se vayan la luz o el agua (es muy común que suceda) y muchas más. Una mayoría piensa que el venezolano hace eso exclusivamente en la actualidad, pero hay anécdotas que demuestran que el deterioro viene de antes (solo que ahora se ha acentuado).
Un sábado previo al Domingo de Ramos del año 2003, Geraldine Di Gregorio (mujer común de treinta años) iba con su esposo e hija de dos años a visitar a sus padres. Al llegar a la cuadra donde viven estos, en la urbanización El Marqués, eran las 7:30 p.m. y se había ido la luz en la zona. Se estacionaron frente al edificio y bajaron del carro. Geraldine tenía la llave, pero solo la de contacto que era eléctrica, así que les tocaba esperar a que regresara la luz para poder subir al apartamento. Unos minutos después, llegó su hermano, se bajó del carro y se puso a hablar con la pareja tranquilamente. Había dejado el vehículo prendido con la puerta del piloto abierta. En ese momento, pudieron ver un carro que se dirigía hacia el fondo de la cuadra, cuadra con 4 edificios y un colegio. El carro se paró en frente del portón del colegio y de él se bajaron dos hombres bien vestidos. No tenían ni una pizca de apariencia de malandros; por eso mismo, Geraldine y su esposo los ignoraron, pero el hermano de ella sí vio algo que llamó su atención.
–¡Entren! –gritó su hermano mientras se fue corriendo a montarse en su auto y manejó hacia la salida de la cuadra.
Geraldine y su esposo no entendían nada, además la mujer tenía cargada a la niña y no podía reaccionar tan rápido como lo hizo su hermano.
–¡Dile que se devuelva! –Sin darse cuenta, uno de los hombres se acercó a ella y le apuntó en la cabeza con una pistola mientras le gritaba esas palabras.
Geraldine no sabía qué hacer, tenía a su hija en brazos, que veía todo con confusión. No podía pensar mucho; pero recordó que ese malandro no sabía que ella era hermana del hombre que se había ido volando en el carro.
–Yo no lo conozco. –Se defendió ella mientras el miedo y los nervios la carcomían–. Sé su nombre, no sé nada más.
–Llámalo –exigió sin dejar de apuntarle a la cabeza.
–No tengo su teléfono.
En medio de toda la tensión ella se preguntó dónde estaba su esposo, se volteó un poco y vio que lo había agarrado el otro malandro, y también le estaba apuntando en la cabeza con una pistola. El hombre le gritaba a su esposo que le diera las llaves del carro, ahí la mujer recordó que ella las tenía en la cartera. Él le dijo al criminal que no tenía carro, obviamente el otro no le creyó y siguió insistiendo. El esposo de Geraldine le explicó al delincuente, para que fuera más creíble, que estaba esperando a que llegara la luz para poder entrar y que no tenía auto, que lo revisara si quería saber. El malandro lo toqueteó y supo que de verdad no tenía las llaves, aún así no paró de insistir con lo mismo.
–¡Llámalo! ¡Búscalo! –le gritaba el otro malandro a Geraldine, pero ella siguió hasta el final con su versión de que no conocía a su hermano.
–Voltéate –ordenó el hombre que la apuntaba después de darse cuenta de que no iba a conseguir nada de la mujer–, ve hacia la puerta del edificio y quédate viendo ahí. –Ella le hizo caso, abrazó aún más fuerte a su hija, si la iban a matar al menos iba a protegerla–. Y no te voltees hasta dentro de veinte minutos, porque si te volteas te mato a ti y a la niña.
Mientras rezaba mentalmente, vio que a su esposo le dijeron lo mismo y lo pusieron aproximadamente tres metros lejos de ella. Pasaron unos pocos minutos que se sintieron como horas, y su esposo fue el primero en voltearse, le avisó que ya se habían ido. Todavía no regresaba la luz. Y, justamente, en ese momento una persona estaba saliendo del edificio.
–Acaban de robarnos –dijo Geraldine con el corazón en la boca, sin dejar de abrazar fuerte a su hija por la conmoción.
–¿En serio? –preguntó el señor, mientras los veía con cierto recelo, al tiempo que la pareja insistía nuevamente–. No puede ser, no se oyó nada.
Aunque no les creía, igual les abrió la puerta. Pudieron subir hasta el apartamento de los padres de Geraldine, les contaron todo y además llamaron al hermano de la mujer. Él se había ido a Zona 7 para denunciar que estaban robando en el lugar. Pensaron que tal vez gracias a que nadie notó nada, no llegó a peor la situación. Aun así, extrañaba el hecho de que nadie hubiese visto nada, porque la calle no estaba tan oscura para la hora.
Dos experiencias muy venezolanas ocurrieron en el mismo espacio y tiempo: malandros y falta de luz. También es frecuente que esto suceda cuando nadie ve.




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