Crónica del reflejo de un amor. Por María Valentina García Ainagas
- ccomuniacionescrit
- 16 sept 2020
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La bodega frente a la casa que después se le conocería como la esquina de Ponciano era el lugar donde la rutina jugaba sus dados para que la casualidad juntara los pasos de dos muchachos de la llanura venezolana en medio de la lejanía remota del Guárico oriental. La bodega era la clásica botica que ofrecía desde una lima para machete hasta una aspirina. Siempre con su aroma a Plagatox o tabaco del masticable, una hilera de mecates colgaba del techo con bombas de flip. Un paral cargado de plátanos topochos y hartón, entre verdosos y jechos, porque cuando un plátano está listo para freír se dice que está jecho y en las mañanas no podía faltar una ponchera plástica o de metal con un paño o una tapa que contenía docenas de empanadas dulces y saladas, y una botella de vidrio con aceite y repleta de ají picante para sazonar el desayuno típico de la zona.
Nicomedes contaba con apenas 17 años y Marcelino con 30. Ahí, en la esquina de dos de las calles más antiguas de Zaraza, entre Comercio y Troconis, se iniciaba la historia de una vida entera. El avispado Marcelino dio un paso arriesgado. A la primera de conocer a la muchacha le ofreció un espejo cuando regresara, parecido al que tenía él en ese momento en sus manos; pero Nicomedes no se intimidó y, como se dice en las peleas de gallo, picó alante y le salió al paso al avispado pretendiente diciéndole: "No me traigas otro espejo, dame ese que cargas". En las primeras décadas del siglo XX un espejo era el primer obsequio de un caballero a una coqueta dama de provincia.
Un año después, una tarde de campo en medio de la sabana, sirvió como escenario para hablar de matrimonio, aunque don Balza y doña Leonarda, los encargados del cuidado de Nicomedes, ya no estaban al lado de la enamorada para contemplarlo. Fueron los momentos de jocosidad, las manías de bautizar con apodos a cualquiera con quien tuviera confianza y una que otra grosería, cosa típica del hombre bonachón de esos lares del llano venezolano, lo que cautivó a Nicomedes. Marcelino sembró más allá de su vida el imborrable recuerdo del humor que enamoró a doña Nico, quien aún recuerda la animosa actitud, la tarde en el campo y el principio de toda la historia, el regalo del espejo.
De la afable Nicomedes y el locuaz Marcelino, nacieron siete hijos en una Zaraza rural que fue creciendo a la par de la familia hasta convertirse en una localidad de comercio, universidades y grandes hatos. Así también la familia Ainagas echaba raíces profundas y sus ramas de descendientes se esparcían por todos lados. La mujer del hogar y amante de la cocina forjó con sus manos una fábrica de dulces tradicionales. En tan solo unos años había logrado posicionar su nombre ante toda una comunidad que hizo de su casa una referencia. La dulcería sería el arte culinario que convertiría a la jovencita, hija de Jesús y Micaela, en doña Nicomedes, un personaje de una pequeña ciudad que casi alcanza cien mil habitantes, y la haría ganarse un nombre entre tanta gente durante años, mérito no alcanzado por cualquiera.

Un espejo ofreció el reflejo de los ojos de esa muchachita que, en la década de los cuarenta, precisamente en el 43, se enamoraría de Marcelino, jurando amor ante el altar en 1944 y cumpliendo sus votos hasta la largada final del muchacho bonachón, ya aquejado por el paso de los años. Cincuenta y ocho años después de conocerse, en 2001, Marcelino, el que había llegado a la bodega con un humilde regalo, dejaba la vida y a Nicomedes, con un rostro que ya no lucía igual ante el espejo; pero cada surco y una voz pausada cuentan esta historia de vida.
En el largo corredor de una casa grande con techo de dos aguas y matorrales enormes que ofrecen sombra y cobijan iguanas, allí transcurre la vida de doña Nico, también así se llama la marca de los dulces que se venden desde Zaraza hasta Caracas. Con sus lentes emblemáticos y una mirada serena, cuenta la historia de su vida apasionada de los tiempos de Juan Vicente Gómez, dice que oyó el fin de la Segunda Guerra por radio y que aplaudió la caída de Pérez Jiménez en aquella época. Miró con júbilo la llegada del nuevo milenio. Miró con asombro, por televisión, cómo dos aviones derribaron un símbolo del mundo y marcaban el fin de una era. Ha visto la entronización de tres papás; un tal Kennedy murió de un tiro en la cabeza, pero Isabel sigue siendo reina. Siente que se parece a ella, longeva y lúcida, reina madre, reina emérita. Se enteró de la caída del muro de Berlín y en menos de diez años ha visto virosis, epidemias y pandemias. Su amor en tiempos de dictadura vivió para ver la democracia y en tiempos de otra dictadura Marcelino se apartó por única vez y para siempre de la muchacha que en aquella bodega conociera.




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