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Crónica de un día en Venezuela. Por Rafael Mollejas.

Un día más en Venezuela. José se despertó un miércoles de junio a las 2:30 a.m. se lavó la cara, se puso la ropa sin hacer ruido, tomó su cartera, teléfono, tapaboca y salió hacia la cocina. En ella se preparó dos sándwiches, que envolvió con aluminio como si fueran un regalo; se sirvió un gran termo de café y sacó de la nevera una botella de agua. Se montó en el carro y se dispuso a hacer su cola para poder tener gasolina. A la cola llegó a las 3:00 a.m. y se arrepintió de no haber llegado más temprano. Desde su carro hasta la bomba eran unos 450 m.

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–Por lo menos intentaré dormir –se dijo, pues nadie lo acompañaba en esa lenta y aburrida travesía. Con un brinco llegó a los asientos de atrás, echó el del copiloto lo más que pudo para adelante, bajó un poco la ventana e intentó agarrar el sueño, en su nada cómoda cama de Yaris improvisada. Aunque tenía sueño por solo haber dormido dos horas, no lograba conciliarlo, solo podía maldecir y pensar que en cualquier momento un malandro o un policía, valga la redundancia, lo fueran a atracar.

A las 9 a.m., mientras escuchaba música con los ojos cerrados: –Estamos poniendo los números de la cola. Lo despertó un policía mientras le golpeaba el vidrio del carro. José se bajó apurado, poniéndose los zapatos.

–Señor, disculpe, ¿a qué hora abren la bomba? A lo que el policía, con una voz cansada, respondió: –Mi pana, la bomba está abierta, el peo es que no ha llegado la gasolina ¿me entiendes? José asintió con la cabeza y entró nuevamente al carro. A los pocos minutos de ese encuentro lo llama por teléfono su esposa, atiende y sin que ella diga nada él le dice: –Mi amor, todavía no se ha movido el primer carro. Ella, impresionada, le responde como solo lo haría una venezolana: –¡Qué bolas! Yo te dije que te fueras de una a la bomba y le dieras unos dólares al guardia para que te metiera de primero. Con aquel regaño José solo pudo responder: –Quédate tranquila que ya seguro empieza a moverse esta vaina.

Las 11 a.m. y la cola todavía no se movía ni un puesto. José, muerto de calor y sin poder prender el aire acondicionado, solo piensa cómo hace unos meses con 200 bolívares y 5 minutos de su tiempo ya tenía gasolina. Ya con 8 horas en el carro y con una botella entera de agua, un sándwich y medio pote de café en el estómago José necesitaba ir al baño. Se bajó del carro, saludó al que tenía al frente: –Mi pana, me le echas un ojo al carro, porfa. Mientras, se iba para el lado contrario, hacia donde estaban los policías. –Disculpe, ¿no sabrá donde hay un baño cerca? Y el muy educado oficial respondió: –Coño chamo, como a dos cuadras de acá hay una panadería, pues. Sin pensarlo dos veces, José se fue caminando hasta la panadería; llegó, hizo sus diligencias, y ya que estaba allí se compró un cachito, un jugo y se regresó al carro.

2:30 p.m. Sus pensamientos comenzaban a desvariar. –¿Será verdad lo del virus? ¿De verdad llegaré a poner gasolina? ¿Será que sí hay gasolina, pero hacen todo este juego para cansarnos mentalmente? ¿Para qué necesito gasolina si igual no puedo salir de casa? En eso se despertó de sus alucinaciones y se dio cuenta de que la cola se estaba moviendo. Contento, se puso en el asiento del piloto y avanzó dos puestos. –¿Esto es todo?

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