Atilio. Por Verónica Chinea Solórzano
- ccomuniacionescrit
- 1 feb 2022
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“Mi virgen Morenita, con tu luz ayúdanos a encontrarlo”.
Josefina Del Valle Páez de Solórzano (1959)
A esta edad que tengo, aún se me hace difícil aceptar lo que le pasó, y menos a un joven tan bueno, tan querido, tan noble, tan trabajador… Aún recuerdo cuando mi esposo lo trajo al campo siendo solo un niño… No tenía que haber pasado de esa manera.
Sucedió un día de noviembre. En ese entonces estaba barrigonota de mi hija Tibisay. Vivíamos en Corozal, un campo llamado así por la gran cantidad de palmeras de corozo que crecían por todos lados. A pesar de estar en época de lluvia, el Sol picaba en la piel si te quedabas por mucho tiempo fuera de la sombra.
Estaba en la cocina, ocupada, pensando en qué preparar para el almuerzo del siguiente día. En eso entra el joven Atilio por la puerta. Me dijo que tenía ganas de comer pescado y que iría a Macorumo con Chiramo y Veraldo. Como el río estaba crecido por las lluvias de ese mes, tenía confianza en que iba a traer bastantes pescados para el final de la tarde para comer unas guabinas fritas bien tostaditas con batatas sancochadas. Lo dijo como de costumbre, y eso me mantuvo serena por el resto de la tarde.
Había caído la noche, y esos hombres aún no llegaban. Yo estaba con los nervios de punta y tenía un mal presentimiento.
—¡Josefina quédate tranquila! A lo mejor se fueron a tomar al pueblo de al lado, o se quedaron hablando con otros trabajadores que se encontraron por el camino —dijo mi esposo Andrés con seguridad y despreocupación—. Acuérdate que estás a punto de parir —sentenció en forma de recordatorio.
Esos intentos de aquietarme fueron en vano. Al final ese presentimiento que tenía se volvió realidad. Sentí que la sangre me bajó hasta los pies cuando solo vi a la distancia dos linternas por la oscura trocha. Cuando llegaron a la casa, las fúnebres caras de Chiramo y Veraldo me lo dijeron todo. Ambos tenían la esperanza de que Atilio estuviera perdido cerca de las orillas del río, así que decidimos rezar y esperar a que amaneciera para seguir buscando.
Al amanecer, mi esposo y otros diez trabajadores se fueron al río a buscar a Atilio. Decidieron que unos buscarían en los alrededores por donde se había lanzado y otros irían río abajo por si la corriente del caudaloso Macorumo lo había arrastrado. Yo, por mi parte, me quedé en la casa, rezando y esperando, pendiente del arenoso camino.
Ya era cerca de las tres de la tarde cuando regresaron. No había buenas nuevas. Desesperada, recordé que tenía guardada una vela bendecida de la Virgen de La Candelaria que me había regalado mi abuela Otilia. Le propuse la idea a Andrés de ir otra vez al río y buscarlo con la vela; él aceptó a regañadientes. Él no quería que fuera por mi avanzado embarazo, pero agradezco haber sido tan insistente ese día.
Cuando llegamos al lugar donde decían que se había lanzado Atilio, coloqué la vela dentro de un cuenco de totuma y la encendí.
—Mi virgen Morenita, con tu luz ayúdanos a encontrarlo —dije, mientras deslizaba suavemente la totuma en el agua.
La totuma con la vela comenzó a moverse. Por un momento pensé que se la iba a llevar la corriente. Pero, se detuvo y giró rápidamente en círculos, como si se la fuera a tragar un remolino. Uno de los trabajadores se zambulló en el lugar que indicaba la vela, y unos pocos segundos después salió del agua.
—¡Lo encontré! Está enredado entre unas ramas —gritó con terror.
Se me heló la sangre y sentía que iba a desmayarme. Andrés estaba cerca y me sujetó fuertemente. Al instante, todos los que sabían nadar se metieron al río. Cuando lo sacaron, le di gracias a la Virgencita por ayudarnos a encontrar a Atilio, aunque no de la forma en la que yo quería.
No me dejaron verlo, pero me dijeron que su cuerpo, que alguna vez fue corpulento, moreno y fuerte, ahora estaba pálido, hinchado y descompuesto, con la cara totalmente desfigurada, posiblemente picada por los peces.
Hasta el día de hoy aún no sabemos qué pasó con Atilio. ¿Por qué decidió bañarse en el río sabiendo que estaba crecido? ¿Lo habrá matado un temblador? ¿O acaso le dio un calambre? ¿O cuando se lanzó se golpeó con una piedra? Es algo que muchos de nosotros todavía nos preguntamos y lamentamos. Quizás era el día que le tocaba irse.




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