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Aquel retrato. Por Ana Sofía Villamil



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Aquel retrato. Por Ana Sofía Villamil

Un día común como cualquier otro de 2017 para los venezolanos, cuando salimos de clase, me di cuenta de que tanto mis amigas como yo lucíamos rostros más cansados de lo normal, había desilusión en nuestra mirada y parecíamos estar en modo automático, al igual que nuestro país, que se caía a pedazos. Cuando estaba en la cantina encendí mi celular (durante la jornada escolar nuestro exigente colegio no nos dejaba utilizarlo) y el aparato estallaba de mensajes de distintas personas, algunas de las cuales no formaban parte de mi cotidianidad.


—Ana Sofía, mírate —me escribían unos.

—Me duele tener que verte así —lamentaban otros.


Preocupada, me dispuse a averiguar qué me estaban enviando, mas mi teléfono, que se encontraba en sus últimos días, colapsó por la cantidad de notificaciones recibidas. Cuando finalmente pude entrar a los chats, vi que la razón del alboroto era una foto y observé que la protagonista de esta era yo. Mi corazón se detuvo por un momento, las manos me comenzaron a sudar y empecé a recordar el día en que la tomaron como una pesadilla, una terrible pesadilla de la cual solo quería despertar para olvidar lo soñado.


La imagen había sido capturada, sin yo saber, el 27 de abril de 2017. Ese día me encontraba participando en una misa para homenajear al estudiante fallecido, Juan Pablo Pernalete, querido por todo el que lo conocía, y reconocido deportista, quien con tan solo veinte años había sido asesinado la tarde anterior en una marcha a la que yo también asistí. Estando en esa misa, sin poder controlar el dolor, sentí cómo mis pies cedían ante la debilidad de mi cuerpo, cómo mi garganta se cerraba para convertirse en un apretado nudo que me dejó muda y cómo por mis mejillas corrían incontenibles mares. Así se sintió la despedida a un compañero, a un conocido, quién sabe si a un futuro novio.


Pude haber sido yo ese joven, pensaba mientras recibía el calor del asfalto. Me destrozó saber que intentaron apagar su luz y que le dieron un forzoso fin a su vida, solo por tener el anhelo de un futuro próspero, una vida mejor para su familia y libertad para sus amigos. Juan Pablo nunca luchó dominado por el odio, sino más bien por el amor. Así les ha sucedido a muchos venezolanos, quienes se han convertido en ángeles al sacrificar sus vidas por conseguir un país más justo, donde todos tengamos las mismas oportunidades y por el cual, ciertamente, haya valido la pena entregarse.


Mi primera reacción cuando vi la fotografía fue de aborrecimiento y de rechazo, ya que me exhibía como bandera del intenso dolor de la nación entera. Siempre he intentado ser una persona de la que emanen alegría y felicidad, a pesar de las dificultades. Pero en aquel momento era difícil comprender lo que ocurría y me resultaba imposible ignorar el luto compartido por todos.


Con el paso de los días, después de mucha introspección y noches de desvelo, en las que buscaba sacar todo mi odio y convertirlo en motor, me di cuenta de que esa imagen tenía un propósito: siempre que me comentaran sobre ella hablaría de Juan Pablo y de los ángeles que lo acompañan, de su valentía y de su amor; yo formaría parte de las personas que los recuerdan como valientes héroes, manteniendo vivas su luz y esperanza como manera de confortar nuestros corazones.

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