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Ajetreo en Estados Unidos. Por Gala Vizcaya

Actualizado: 29 jun 2022


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Gala


Despierto a las cuatro y aún sigue de noche. Tengo el turno de la mañana, así que me apresuro para llegar y poner a colar café “regular”. Trabajo de mesera y me toca atender a obreros pordioseros, que tratan a las mujeres peor que el coleto del Pérez de León. Gritan, casi puedo ver la saliva que cae sobre el mesón, pero no puedo quejarme. Yo decidí venirme a Estados Unidos a trabajar, incluso cuando mis padres me decían que no era necesario. Empiezo con mi rutina atropellada por cobrar y al mismo tiempo servir a la clientela, a la que no le importa que sea una sola camarera en servicio, porque el único argumento del jefe es “con una basta y sobra”. No terminan de salir tres, cuando van entrando cinco. Les cuesta más tener modales que el mismo desayuno que se disponen a pagar, sueltan un billete de cinco dólares esperando el cambio y dejando un centavo como propina. Esta fue mi rutina durante unos cinco meses y medio, junto con un novio maravilloso que decidió aventurarse en este ajetreo por el tan anhelado sueño de vivir en Estados Unidos. Durante el día pensaba cuál era la cena que iba a preparar, ya que siempre volvíamos a casa con mucha hambre, y otras cosas más… Mi novio a veces me ayudaba y a veces se quedaba dormido con la misma ropa que se iba a trabajar. Siempre tratando de que la rutina no nos consumiese, porque sabíamos que todo se vendría abajo. Terminaba mi turno a las once de la noche… con una toalla ensangrentada de alguien que ni siquiera tuvo la decencia de enrollarla en el mismo paquete, así como cuando te enseñan en tu primer periodo menstrual. Salía caminando las seis cuadras de regreso a casa. Newark se sentía tan refrescante... El aire, el sonido de los pájaros de regreso a sus nidos; eso era lo que me acompañaba y así entraba en la paz que no me daba Venezuela.


Emmanuel


Me despierta el sonido de la alarma, son las cinco, ella ya se fue. No me dejó ni el desayuno ni el almuerzo para mi trabajo: remodelando lujosas casas de cartón; así le llaman aquí. Me voy en la camioneta con mi suegro, que, indignado porque su hija no me empacó una buena lonchera, me acompaña a comprar un pan de plátano, pollo y un té Arizona. Sabía que, al igual que yo, ella también llegaba agotada a casa, así que no podía quejarme de estos varios días en los que mi única opción para sobrevivir era comprar comida rápida. Me destrozaba dejarla en casa cuando yo debía levantarme primero que ella, los primeros días podía sentir la agonía que ella sentía. No sabía qué decir, no tenía los mejores consejos para animarla, solo podía abrazarla y decirle que todo iba a salirnos de la mejor manera. A veces veía como se tomaba las “pastillitas para dormir” que le había dado la cocinera del restaurante donde trabajaba. Supongo que esta es la parte que la gente decide omitir sobre el “sueño americano” y claro que preferimos ocultar estos ajetreos. Yo como hombre de nuestro hogar, de nuestras cuatro paredes, yo como su compañero solo estaba enfocado en hacer dinero para regresarme a Venezuela y montar mi negocio, eso era lo que ella no quería; ella sí quería quedarse. No me gustaba el hecho de saber que ella, tan hermosa y tan madura, tuviera que lidiar con comentarios y piropos de hombres asombrados por una nueva cara en el pueblo, eran como lobos acechando a su presa. No podía exigirle nada, yo era su apoyo y no podía ponerme en contra. Siempre recordaba a mi suegro que nos decía, que esta “aventura” era clave para nuestra relación, para saber si íbamos a funcionar como pareja. Esta era nuestra vida momentánea. Yo remodelando casas para que los ricos se sintieran cómodos en ellas y Gala limpiando charcos de orine de aquellos hombres en estado de ebriedad.

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