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Absolutamente todo lo que no se dice. Por Rosabel Reigosa.

A Gabriel se le pasaban infinitas cosas por la cabeza y no se sentía capaz de retener ninguna. Sentía que iban a más velocidad de la que nunca había visto antes delante de él. No quería estar ahí, pero no tenía de otra. Había intentado quitarse la vida y sus padres solo le dieron dos opciones: terapia semanal o lo internaban por quién sabe cuánto tiempo.


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Creía que olía a incienso, pero no del todo. Más bien era como una mezcla de incienso y el clásico olor que tienen los hospitales a... esterilidad, a desinfección, a limpieza. A nada concreto. Alguien le dice que pase y se siente, así lo hace, pero es incómodo. Siente frío. Delante de él, un señor que conoce de hace muy poco tiempo le sonríe y Gabriel también a él, pero por dentro no quiere hacerlo. Por dentro quiere darle las gracias por haberle dicho que viniese, decirle que no le hace falta, levantarse y cerrar la puerta tras él. Pero no va a pasar, no se comporta así.


El hombre le hace preguntas sobre anoche. No sabe qué decir. Ni se acuerda de mucho, ni quiere hablarlo, ni quiere pensar. “Que qué siento. Pues verá, siento estar aquí. Aquí... aquí. Me refiero aquí. Es interpretable. Ahora mismo siento estar aquí, en consulta, pero es provisional. Aquí, en vida, es algo más atemporal. Seguramente no lo entiende. Y me ha dicho que sí, claro, como siempre, pero no. No lo entiende. Y sé que no lo hace porque me pregunta por qué todo para mí es así, y si lo entendiese sabría que no puedo explicarlo”. Este es el millón de cosas que le pasan por la cabeza en el minuto que está callado con los ojos muy abiertos. Tampoco sabe cómo ir nombrando todo aquello. Es prácticamente inexplicable, difícil de definir. Sucede como en un flashback rápido de las películas en el que solo hay un fondo blanco y pasan un montón de imágenes, las percibes y tu cerebro se queda con ellas, pero ves demasiadas y cada una te llama más la atención que la anterior, así que las vas olvidando. Y cuando llegas al final, quieres hacer una reconstrucción de todo lo que acabas de pensar pero solo se te queda un borrón gris. Como si hubieses escrito a lápiz y borrado lo mismo ciento veinte veces. Sabes que has pensado en muchas cosas, pero en qué. Esta era su definición del asunto, aunque no del todo. A veces, para él, así se siente lo que es pensar la mayoría del tiempo, cuando estaba solo.


"¿Qué ha pasado con ella?". Le pregunta el hombre. “Yo qué sé. Ni quiero hablarlo, ni quiero pensar, ni sé si lo recuerdo, ni creo que le importe, ni creo que me ayude. Ni siquiera creo que ella sea algo, o que esté siquiera. Creo que sería lo mismo, eso es lo que creo. Creo que usted piensa que puede ayudarme, cuando realmente no puede. No pienso en ella. ¿Por qué?" Pues porque cuando lo hace, cuando piensa en ello, llega a la conclusión de que coexiste con ella pero a la vez existe al margen. Siente que es una cosa que es real y tangible y parece que existe únicamente cuando lo mira. Pero cuando llega la hora del día en el que no puede verle los ojos, también es, pero diferente. Y a la vez igual que siempre.


De verdad, siente mucho frío aquí dentro. El terapeuta no parece estar atendiendo a lo que Gabriel dice, más bien parece que está tan centrado en buscar una explicación que ni siquiera escucha lo poco que está dispuesto a contarle. Constantemente pregunta por qué ha hecho las cosas que ha hecho, pero es ilógico. Porque no quiere estar ahí. “El 'aquí' atemporal. Pierde el tiempo, lo pierde. No quiero ver manchas de tinta, no quiero hacer un test de inteligencia. No quiero hablar sobre mi infancia, ni sobre mis amigos. Ni sobre no saber mantener a ninguno. No quiero hablar sobre mi constante rechazo a hablar sobre mí, ni sobre mi dificultad para intimar con otra persona. No quiero hablar sobre ella. Ni sobre lo que pasó anoche”. Esta vez sus pensamientos se escuchan cada vez más alto, parecen gritos dentro de su cabeza.


Solo hay silencio ahora. Gabriel piensa que debe aparentar como un fantasma ahí sentado, quieto, blanquísimo, callado y manteniendo la mirada. Mantener la mirada es la única cosa que se le da bien de manera innata. El hombre sonríe y es más bien una mueca, dice que han acabado la sesión, que ya se puede ir. Gabriel sí sabe sonreír enteramente, también con los ojos y que quede natural. Son años de experiencia que le ha dado el fingir felicidad frente a su madre.


El terapeuta dice que ha sido enriquecedor, que hasta la próxima cita. “Lo que él diga, no sé. Yo no pienso volver.”

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